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Del contrato social (William Godwin)

domingo, noviembre 24th, 2013

Detalle de "Obreros" de Tarsila del Amaral

Extracto de The Inquiry concerning Political Justice, and its Influence on General Virtue and Happiness, publicado en 1793 por William Godwin, político y escritor británico considerado uno de los más importantes precursores liberales del pensamiento anarquista

Las premisas esenciales de la doctrina del contrato social sugieren de inmediato varias y difíciles cuestiones. ¿Cuáles son las partes contratantes? ¿En nombre de quiénes convienen el contrato, sólo de ellos mismos o de terceros? ¿Por cuánto tiempo rigen sus estipulaciones? Si la validez del contrato requiere el consentimiento de cada individuo, ¿cómo se otorgará tal consentimiento? ¿Habrá de ser un consentimiento tácito o expreso?

Poco se habría ganado para la causa de la justicia y la igualdad, si nuestros antepasados, al establecer la forma de gobierno bajo la cual les agradaba vivir, hubieran enajenado al mismo tiempo la independencia y la libertad de elección de sus descendientes, hasta el fin de los siglos. Pero si el contrato debe ser renovado en cada generación, ¿qué períodos se fijarán al efecto? Si estoy obligado a someterme al gobierno establecido, hasta que llegue mi turno de intervenir en su constitución, ¿en qué principio se funda mi consentimiento? ¿Acaso en el contrato que aceptó mi padre antes de mi nacimiento?

En segundo lugar, ¿cuál es la naturaleza del consentimiento que me obliga a considerarme súbdito de determinado gobierno? Se afirma generalmente que basta para ello la aquiescencia tácita que se deriva del hecho de vivir en paz, bajo la protección de las leyes. Si esto fuera cierto, estaría demás toda ciencia política, toda discriminación entre buena y mala forma de gobierno, aun cuando se trate de un sistema inventado por el más vil de los sicofantes. De acuerdo con semejante hipótesis, todo gobierno que es pasivamente soportado por sus súbditos, es un gobierno legal, desde la tiranía de Calígula hasta la usurpación de Cromwell. La aquiescencia no es generalmente otra cosa que la elección, por parte del individuo, de lo que considera un mal menor. En muchos casos ni siquiera llega a ser esto, puesto que los campesinos y los artesanos, que constituyen el grueso de la población de un país, raras veces disponen de la posibilidad de comunicarse mutuamente sus opiniones. Hay que observar, además, que la doctrina de aquiescencia concuerda escasamente con las opiniones y las prácticas políticas corrientes. Lo que se llama derecho de gentes, descansa con menos fuerza en la lealtad de un extranjero que se instala entre nosotros, si bien su aquiescencia suele ser más completa; cuando los habitantes de un país se trasladan a un territorio deshabitado continúan bajo la autoridad del gobierno de la madre patria, mientras que, si emigran a un país políticamente constituído, se hallarán bajo la autoridad del gobierno local, si bien serán castigados por la ley si tomaran las armas contra su país nativo. Así, pues, la aquiescencia difícilmente puede convertirse en consentimiento expreso, en tanto los individuos afectados no tengan el conocimiento preciso de las autoridades a quienes deben hacer manifestación de lealtad.

Locke, el gran campeón de la doctrina del contrato original. tuvo conciencia de esa dificultad al observar que un consentimiento tácito obliga ciertamente a todo individuo a obedecer las leyes de todo gobierno en tanto disfrute de algún bien o de alguna ventaja bajo la jurisdicción de dicho gobierno; pero nada puede convertir al individuo en miembro activo de una comunidad, salvo su compromiso personal, resultante de un convenio expresamente celebrado. He ahí una distinción singular. Ella significa, en definitiva, que basta un consentimiento tácito, de la índole indicada, para hacer a un hombre pasible de regulaciones penales de la sociedad, en tanto que, para disfrutar de sus correspondientes ventajas, se requiere su consentimiento formal.

Una tercera objeción contra la teoría del contrato social surge cuando tratamos de fijar el alcance de las obligaciones contractuales, aun admitiendo que todos los miembros de la comunidad las hayan contraído solemnemente. Supongamos, por ejemplo, que en el momento de alcanzar la mayoría de edad soy llamado a manifestar mi asentimiento o mi disconformidad respecto a las leyes e instituciones vigentes, ¿durante cuánto tiempo estaré ligado a mi declaración? ¿He de prescindir acaso durante el resto de mi vida de todo nuevo conocimiento respecto a tales cuestiones? Y si no ha de ser por toda la vida, ¿por qué ha de serlo durante Un año, un mes o siquiera durante una hora? Si mi juicio deliberado y mi efectiva aceptación no tienen prácticamente valor, ¿en qué sentido podrá afirmarse que un gobierno legal se funda en mi consentimiento?

Pero la cuestión relativa al tiempo no constituye la única dificultad. Si reclamáis mi asentimiento a una proposición dada, es necesario que ésta sea formulada en forma clara y sencilla. Son tan profusas las variantes del entendimiento humano en todas las cuestiones que se refieren a nuestra vida colectiva, que existen pocas probabilidades de que dos hombres lleguen a un acuerdo preciso acerca de diez proposiciones sucesivas que por su naturaleza sean materia de discusión. ¿No es entonces extraordinariamente absurdo que me presenten los cincuenta volúmenes que contienen las leyes de Inglaterra, a fin de que exprese de inmediato mi opinión acerca de su contenido?

Pero el contrato social, considerado como fundamento de la sociedad civil, requiere de mí algo más. No sólo estoy obligado a expedirme acerca de todas las leyes actualmente en vigencia, sino también sobre todas las que habrán de dictarse en el futuro. Fue por ese concepto de la cuestión al delinear las consecuencias del contrato social, que Rousseau se vió obligado a afirmar que la soberanía que reside en el pueblo, no puede ser delegada ni alienada. La esencia de la soberanía es la voluntad general y la voluntad no puede ser representada. O bien es una o bien es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son sus representantes; sólo son sus comisarios. Las leyes que el pueblo mismo no ratifica, no tienen validez; son leyes nulas.

Se ha procurado resolver las dificultades aquí expuestas, por parte de algunos partidarios del sistema y amigos de la libertad, proponiendo la celebración de plebiscitos. Estos deberían realizarse en los diversos distritos de la nación, como requisito indispensable para la aprobación de toda ley de importancia constitucional. Pero se trata de un remedio fútil y aparente. Por su propia índole, los plebiscitos deben limitarse a la indiscriminada aceptación o rechazo de la ley. Existe una enorme diferencia entre la deliberación inicial y el subsiguiente ejercicio formal del veto. La primera contiene un poder efectivo, mientras que la segunda significa sólo una sombra de poder; por otra parte, los plebiscitos constituyen un modo precario y equívoco de conocer el sentimiento de la nación. Se efectúan generalmente de un modo sumario y tumultuoso, después de haber sido preparados en medio de una viva agitación de partidos. Las firmas que se obtienen, se obtienen por medios accidentales o indirectos, siendo lo más corriente que la gran mayoría de los que concedieron la suya, ignoren en absoluto la cuestión en debate o sean totalmente indiferentes a ella.

Finalmente, si el gobierno se funda en el consentimiento del pueblo, no puede haber autoridad sobre ninguna persona que niegue tal consentimiento. Si la aceptación tácita es insuficiente, menos aún debo considerarme obligado por una medida contra la cual he manifestado mi expresa oposición. Esta conclusión surge necesariamente de las citadas observaciones de Rousseau. Si el pueblo o los individuos que constituyen el pueblo no pueden delegar su autoridad en un representante, tampoco puede un individuo aislado delegar su autoridad en la mayoría de una asamblea de la que forma parte. Las normas que han de regular mis acciones son materia de consideración enteramente personal y nadie puede transferir a otro la responsabilidad de su conducta y la determinación de sus propios deberes. Pero esto nos lleva nuevamente al punto de partida. Ningún asentimiento nos libra de la obligación moral. Constituye ésta una especie de propiedad que no podemos enajenar y a la que no podemos renunciar y, por consiguiente, es inadmisible que un gobierno derive su autoridad de un contrato original.

William Godwin

Las falacias de la democracia

jueves, noviembre 1st, 2012

Detalle de "La nueva democracia" de David Alfaro Siqueiros

Artículo escrito por Ángel Cappelletti (1927-1995), filósofo, historiador y anarquista de Argentina, por muchos años radicado en Venezuela. Nació y murió en Rosario, Argentina, pero los 27 años que vivió en Venezuela entre 1968 y 1994 fueron los más prolíficos en su producción intelectual y académica. Fue experto en el pensamiento sociológico, político y filosófico clásico y contemporáneo.

La palabra «democracia» y, por ende, el mismo concepto que ella designa, tienen su origen en Grecia. Parece, pues, lícito, y aun necesario, recurrir a la antigua lengua y cultura de la Hélade cuando se intenta comprender el sentido de dicha palabra, tan llevada y traída en nuestro tiempo.

Para los griegos, «democracia» significaba «gobierno del pueblo», y eso quería decir simplemente «gobierno del pueblo», no de sus «representantes». En su forma más pura y significativa, llevada a la práctica en la Atenas de Pericles, implicaba que todas las decisiones eran tomadas por la Asamblea Popular, sin otra intermediación más que la nacida de la elocuencia de los oradores. El pueblo, reunido en la Ekklesía, nombraba jueces y generales, recaudadores y administradores, financistas y sacerdotes. Todo mandatario era un mandadero. Se trataba de una democracia directa, de un gobierno de todo el pueblo. Pero ¿qué quería decir aquí «pueblo» (demos)? Quería decir «el conjunto de todos los ciudadanos». De ese conjunto quedaban excluidos no sólo los esclavos sino también las mujeres y los habitantes extranjeros (metecos). Tal limitación reducía de hecho el conjunto denominado «pueblo» a una minoría.

La democracia directa de los griegos, que en lo referente a su principio y su forma general, aparece como cercana a un sistema de gobierno ideal, se ve así desfigurada y negada en la práctica por las instituciones sociales y los prejuicios que consagran la desigualdad (esclavitud, familia patriarcal, xenofobia).

Por otra parte, a esta limitación intrínseca se suma en Atenas otra, que proviene de la política exterior de la ciudad. En su momento de mayor florecimiento democrático desarrolla ésta una política de dominio político y económico en todo el ámbito del Mediterráneo. Somete directa o indirectamente a muchos pueblos y ciudades y llega a constituir un imperio marítimo y mercantil.

Ahora bien, esta política exterior contradice también la democracia directa. Una ciudad no puede gozar de un régimen tal en su interior e imponer su prepotencia tiránica hacia afuera. El imperialismo, en todas sus formas, es incompatible con una auténtica democracia. Los atenienses no dejaron de cobrar conciencia de ello y Tucídedes reporta los esfuerzos que hicieron por conciliar ambos extremos inconciliables. Cleón acaba por expresar su convicción de que «la democracia es incapaz de imperio».

La democracia moderna, instaurada en Europa y América a partir de la Revolución Francesa, a diferencia de la originaria democracia griega, es siempre indirecta y representativa. El hecho de que los Estados modernos sean mucho más grandes que los Estados-ciudades antiguos hace imposible -se dice- un gobierno directo del pueblo. Este debe ejercer su soberanía a través de sus representantes. No puede gobernar sino por medio de aquellos a quienes elige y en quienes delega su poder.

Pero en esta misma formulación está ya implícita una falacia. El hecho de que la democracia directa no sea posible en un Estado grande no significa que ella deba de ser desechada: puede significar simplemente que el Estado debe ser reducido hasta dejar de serlo y convertirse en una comuna o federación de comunas. Entre los filósofos de la Ilustración, teóricos de la democracia moderna, Rousseau y Helvetius vieron muy bien la necesidad de que los Estados fueran lo más pequeños posible para que pudiera funcionar en ellos la democracia.

Pero ya en esa misma época comienza algunos autores a oponer «democracia» y «república», lo cual quiere decir, «democracia directa» y «democracia representativa». Los autores de The Federalist y muchos de los padres de la Constitución norteamericana, como Hamilton, se pronuncian, sin dudarlo mucho, por la segunda, entendida como «delegación del gobierno en un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto». No podemos dejar de advertir que aquí el pueblo es simplemente un «resto».

Con Stuart Mill, sin embargo, este «resto» se define como la totalidad de los seres humanos, sin distingos de rango social o de fortuna. «There ought to be no pariahs in a fullgrown and civilized nation, except through their own default». [1] Sólo los niños, los débiles mentales y criminales quedan excluídos.

Pero esta idea del sufragio universal tropieza enseguida con una grave dificultad. El ejercicio de la libertad política y del derecho a elegir resulta imposible sin la igualdad económica. La gran falacia de nuestra democracia consiste en ignorarlo. Esto no lo ignoraban los miembros del Congreso constituye de Filadelfia que proponían el voto calificado y querían que sólo pudieran elegir y ser elegidos los propietarios. Hamilton afamaba: «A power over a man’s subsistence amounts to a power over his will» [2]. El mismo Kant hacía notar agudamente que el sufragio presupone la independencia económica del votante y dividía a todos los ciudadanos en «activos» y «pasivos», según dependieran o no de otros en su subsistencia. Pero lo que de aquí se debe inferir no es la necesidad de establecer el voto calificado o el voto plural, como pretenden algunos conservadores, sino, por el contrario, la necesidad de acabar con las desigualdades económicas, si se pretende tener una auténtica democracia. Ya antes de Marx, los así llamados «socialistas utópicos», como Saint-Simon, veían claramente que no puede haber verdadera democracia política sin democracia económica y social. ¿Quién puede creer que la voluntad del pobre está representada en la misma medida que la del rico? ¿Quién puede suponer que la preferencia política del obrero o del marginal tiene el mismo peso que del gran comerciante o la del banquero? Aunque según la ley todos los votos sean equivalentes y todos los ciudadanos, tanto el que busca su comida en los basurales como el que se recrea con las exquisiteces de lo resturantes de lujo, tengan el mismo derecho a postularse para la presidencia de la república, nadie puede dejar de ver que esto no es sino una ficción llena de insoportable sarcasmo. Y no es sólo la desigualdad económica en sí misma la que torna írrita la pretensión de igualdad política en la democracia representativa y el sufragio universal. Lo mismo sucede con la desigualdad cultural que, en gran medida, deriva de la económica. Una auténtica democracia supone iguales oportunidades educativas para todos; supone, por una parte, que todos los ciudadanos tengan acceso a todas las ramas y todos los niveles de la educación, y, por otra, que toda formación profesional y toda especialización deban ser precedidas por una cultura universal y humanística. Pero en nuestras modernas democracias y, particularmente, en la norteamericana arquetípica, la educación resulta cada día más costosa y más inaccesible a la mayoría, mientras la ultra-especialización alienante se impone cada vez más sobre la formación humanística y sobre lo que Stuart Mill llamaba «school of public spirit».

Por otra parte, hoy no se trata sólo de las desiguales oportunidades de educación que en un pasado bastante reciente oponían la masa de los ingnorates a la élite de los hombre cultos. La inmensa mayoría de los gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de pensar con lógica y de concebir ideas propias. Bien se puede hablar en nuestros días de la recua gubernamental.

Y no podemos entra en el terreno de la cultura moral. Si la democracia se basa; como dice Montesquieu, en la virtud, y medimos la virtud de una sociedad por la de sus «representantes», es obvio que nuestra democracia representativa carece de base y puede hundirse en cualquier momento.

De todas maneras, estos hechos indudables (sobre todo en América Latina) nos fuerzan a replantear uno de los más profundos problemas de toda democracia representativa: el del criterio de elegibilidad. Si el conjunto de los ciudadanos de un Estado debe escoger de su seno a un pequeño grupo de hombres que lo represente y delegar permanentemente todo su poder en ese grupo, será necesario que cuente con un criterio para tal elección. ¿Por qué designar a fulano y no a mengano? ¿Por qué a X antes que a Z? Se trata de aplicar el principio de razón suficientes. Ahora bien, a este principio parece responder, desde los inicios de la democracia moderna en el siglo XVIII, la norma de la elegibilidad de los más justos y los más ilustrados. Se supone que ellos son los mas aptos para administrar, legislar y gobernar en nombre de todos y en beneficio de todos. Se supone asimismo que la masa de los ciudadanos ha recibido la educación intelectual y moral requerida para discernir quiénes son los más justos y los más ilustrados. Todo esto es, sin duda, demasiado suponer. Pero, aún sin entrar a discutir tales suposiciones, lo indiscutible es que, en el actual sistema de democracia representativa, la propaganda y los medios de comunicación, puestos al servicio del gobierno y de los partidos políticos, de los intereses de los grandes grupos económicos y, en general, de la sobrevivencia y la consolidación del sistema, manipulan y deforman de tal manera las mentes de los electores que éstos, en su inmensa mayoría, resultan incapaces de formarse un juicio independiente y de hacer una elección de acuerdo con la propia conciencia. En algunos casos extremos, cuando la democracia representativa ‘entra en crisis, debidoa un general e inocultable deterioro de los valores que supuestamente la fundamentan la mayoría abjura del sistema y reniega de los partidos, pero aún así se muestra incapaz de asumir el poder que le corresponde y de autogestionar la cosa pública. El condicionamiento pavloviano es tan potente que, después de cada explosión popular, se da siempre una reordenación de los factores de poder y, cuando eso no se logra satisfactoriamente, se produce una explosión militar. Pero el sistema sobrevive y el capitalismo de la «libre empresa» y la «libre competencia» campea por sus fueros sin que lo adversae siquiera el viejo capitalismo de Estado (alias «comunismo»). Aquí está la clave del entusiasmo del Pentágono y de la CIA, de la Casa Blanca y del FMI por la «democracia representativa» en América Latina y en el mundo.

Es evidente, pues, que el criterio de elegibilidad no es el de «moral y luces» sino el de «acatamiento y adaptabilidad» (al status quo). Para que los más justos y los más sabios fueran elegidos sería preciso, entre otras cosas, que se eligiera a quienes no quieren ser elegidos.

La gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree elegir a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe querer. El sistema cuida de que todo pluralismo no represente sino variantes de un único modelo aceptable. Las leyes se ocupan de fijar los límites de la disidencia y no permiten que ésta atente seriamente contra el poder económico y el privilegio social. Se trata de cambiar periódicamente de gobernantes para que nunca cambie el Gobierno; de que varíen los poderes para que permanezca el Poder. Esto siempre fue así, pero se ha tornado mucho más claro para los latinoamericanos desde el fin de la Guerra Fría, con el nuevo orden mundial de Reagan y Bush. Por otra parte, la democracia representativa implica en sus propio concepto una grave falacia. ¿Cómo se puede decir que el diputado o el presidente que yo elijo representa mi voluntad, cuando dura en su cargo cuatro o cinco años y mi voluntad varía, sin duda alguna, de año en año, de mes en mes, de hora en hora, de minuto a minuto? Afirmar tal cosa equivale a congelar el libre albedrío de cada ciudadano en un instante inmutable y negar al hombre su condición de ser pensante por un cuatrienio o un quinquenio. No hay falacia más ridícula que la del mandatario que afirma que la mayoría lo apoya porque hace cuatro años lo votó. Pero, aún si nos situáramos en los supuestos de la representatividad, deberíamos preguntarnos: Cuando yo elijo a un diputado, ¿éste es un simple emisario de mi voluntad, un mandadero, un portavoz de mis ideas y decisiones, o lo elijo porque confío absolutamente en él, a fin de que él haga lo que crea conveniente?.

En el primer caso, no delego mi voluntad sino que escojo simplemente un vehículo para darla a conocer a los demás. Si esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias, la democracia representativa se convierte en democracia directa. En el segundo caso, no sólo delego mi voluntad, sino que también abjuro de ella, mediante un acto de fe en la persona de quien elijo. Si esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias la democracia representativa desemboca en gobierno aristocrático u oligárquico.

En el primer caso, el representante es un simple mensajero, en nada superior, sino más bien inferior, a quien lo envía. En el segundo, no se ve por qué el representante debe ser elegido por el voto popular, ya que por sus propios méritos puede confiscar definitivamente la voluntad de los demás. Más valdría entonces aceptar la teoría conservadora de Burke acerca de la representación virtual, según la cual inclusive quienes no votan están representados en el gobierno cuando realmente desean el bien del Estado. La democracia representativa se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y verdaderamente la voluntad de los electores, y entonces la democracia representativa se transforma en democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad, y entonces la democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia. Stuart Mill, que era un liberal sincero, no gustaba de la aristocracia, pero tampoco se atrevía a postular una democracia directa y, por eso, proponía un camino intermedio. Para él, los gobernantes elegidos por el pueblo deben gozar de cierta iniciativa personal al margen de la voluntad de sus electores y, aún cuando siempre han de considerarse responsables ante éstos, no deben ser sometidos a plebiscitos o juiciospopulares. El filósofo inglés llega hasta donde puede llegar un liberal que no osa ser libertario. Como los autores de The Federalist, que se decían «republicanos» y no «demócratas», considera necesario el liderazgo de los hombres justos e ilustrados para el desarrollo político del pueblo, cuyo buen sentido ha de ser iluminado por la sabiduría de aquéllos. Tal concesión a la aristocracia del saber suscita, sin embargo, algunas objeciones. Un diputado puede saber de finanzas, o de educación, o de agricultura, o de política internacional, o de salud pública, pero no puede saber de todas esas cuestiones al mismo tiempo. Sin embargo, en los debates parlamentarios puede opinar y debe votar sobre todas ellas. Es obvio que opinará y votará sobre lo que no sabe. Opinará y votará, pues, con frecuencia, no como hombre ilustrado, sino como ignorante. ¿Cómo puede un ignorante contribuir al desarrollo político del pueblo? Se dirá que puede asesorarse con los expertos o «sabios» que tiene a su disposición. Pero, si se trata de aprender de quienes saben, también pueden hacerlo los electores sin necesidad de delegar su ignorancia en ningún represente.

La democracia representativa se vincula, por lo común, con los partidos políticos y no funciona sino a través de ellos. Es dudoso, sin embargo, que se trate de una vinculación necesaria y esencial ya que bien se puede concebir una representación estrictamente grupal o personal. Nada impide imaginar que los partidos sean remplazados por grupos de electores formados «ad hoc» o que el electorado vote sólo por personas con nombres y apellidos cuyos programas de gobierno hayan sido dados a conocer previamente. Es una falacia más, por consiguiente, aunque no de las más graves, afirmar que no puede existir democracia indirecta sin partidos políticos.

El papel desempeñado por éstos origina, de hecho, algunas de las mas serias contradicciones que dicha democracia implica. Los partidos representan intereses de clases o de grupos y se fundan en una ideología. Ellos proponen al electorado las candidaturas y establecen las listas de los elegibles. Ahora bien, es muy posible que un ciudadano no se indentifique con ninguna de las clases o grupos representados por los partidos existentes y que no comparta ninguna de sus ideo logías. ¿Tendrá que votar por alguien que no expresa de ninguna manera sus intereses y su modo de pensar? Le queda el recurso -se dirá- de fundar un nuevo partido. Pero es obvio que éste es un recurso puramente teoríco, ya que en la práctica la función de un partido político (y sobre todo de uno que tenga alguna probabilidad de acceder al gobierno) resulta nula no sólo para los ciudadanos individuales sino también para casi todos los grupos formados en torno a una idea nueva y contraria a los intereses dominantes.

En general, el elector elige a ciegas, vota por hombres que no conoce, cuya actitud y cuyo modo de pensar ignora y cuya honestidad no puede comprobar. Vota haciendo un acto de fe en su partido (o, por mejor decir, en la dirigencia de su partido), con la fe del carbonero, confiando en el azar y en la suerte y no en convicciones racionales. Pero, si esto es así, ¿no sería preferible reintroducir la ticocracia y, en lugar de realizar costosas campañas electorales, sortear los cargos públicos como los premios de la lotería? Este procedimiento no deja de tener un fundamento racional, si se supone que todos los hombres son iguales e igualmente aptos para gobernar.

No deja de ser escandalosamente contradictorio que partidos políticos cuya proclamada razón de existir es la defensa de la democracia en el Estado sean en su organización interna rígidamente verticalistas y oligárquícos. Ello obliga a pensar que la escogencia de los candidatos difícilmente tiene algo que ver con la honestidad, con el saber o siquiera con la fidelidad a ciertos principios.

En nuestros días parece advertirse en los partidos políticos un proceso de desideologización. En realidad no se trata de eso sino, más bien, de una creciente uniformación ideológica en la cual el pragmatismo y la tecnocracia encubren una vergonzante capitulación ante los postulados del capitalismo salvaje. Hoy, menos que nunca, optar por un partido significa defender una idea o un programa, frente a otra idea y otro programa. El nuevo orden mundial, cuya bandera es gris, impone la mediocridad como sustituto de la libertad y de la justicia.

Uno de los más ilustres ideólogos de la democracia, Jefferson, el cual sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna, confiaba en que el gobierno del pueblo por medio de sus representes aboliría los privilegios de clase sin suprimir las ventajas de un liderazgo sabio y honesto. Al cabo de dos siglos, la historia nos demuestra que tal esperanza no se ha realizado.

Sólo la democracia directa y autogestionaria puede abolir los privilegios de clase y, sin admitir ningún liderazgo, reconocer los auténticos valores del saber y de la moralidad en quienes verdaderamente los poseen.

Ángel Cappelletti

Tal como lo menciona Cappelletti en su artículo, en la antigua Grecia de las polis –entre los siglos V y III a. C.– la soberanía popular (democracia) pertenecía, y se reconocía, a no más del 10% de la población, considerando que los ciudadanos con derecho a voto en las asambleas sólo podían ser varones adultos atenienses que habían terminado su instrucción en la efebía (una especie de servicio militar), excluyendo así a la mayoría de los habitan…
tes que conformaban metecos (extranjeros residentes), esclavos, mujeres y niños. 25 siglos después la cosa parece no haber cambiado mucho. En Chile, la soberanía popular (democracia) pertenece, y se reconoce, a no más del 35% de la población, considerando que en las últimas elecciones municipales los votos válidamente emitidos ascendieron a no más de 5,4 millones; por lo tanto, hoy en Chile la calidad de «demos» se le reconoce sólo a este porcentaje de habitantes que le siguen el juego de «autolegitimación» a la clase política (habrá que ver qué tanto varía este número en las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias).

Tomemos el caso de Santiago Centro en las últimas elecciones municipales. Considerando el porcentaje de abstención llegó aproximadamente al 70% en esta comuna, podemos decir que los dos candidatos que competían por el sillón del alcalde, Carolina Tohá y Pablo Zalaquett (que iba por la reelcción), no sumaron más del 30% de apoyo del total de ciudadanos que habitan dicha comuna (y soy generoso, pues no he considerado el porcentaje de votos nulos y blancos). La mayoría ciudadana habló, la mayoría ciudadana fue silenciada: el 70% no quiere ni a Tohá ni a Zalaquett en el gran sillón municipal, pero ahí está campante la Tohá por los próximos 4 años ¿ése es el poder del pueblo y democracia defensora y respetuosa de las mayorías que nos quieren vender?

Sin embargo, hay que reconocer que en realidad la democracia ha involucionado desde los tiempos de Pericles: en Atenas el «demos» ejercía el poder en forma directa en las asambleas (no existían los representantes, pues eso era considerado una oligarquía), y además era requerida una alta paricipación ciudadana mínima para poder legitimar el funcionamiento de las instituciones democráticas, que consistían básicamente en la Asamblea o Ecclesía, el Consejo de los 500 o Boulé y los Tribunales o Dikasteria; en Chile basta un sólo voto válidamente emitido (ni blanco ni nulo) para validar el sistema electoral.

«La gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree elegir a quienes quiere, pero elige a quienes les dicen que debe querer. El sistema cuida de que todo pluralismo no represente sino variantes de un único modelo aceptable.»

Objeción de conciencia electoral: breve manifiesto anarquista

viernes, septiembre 14th, 2012

Detalle de "La caída de los ángeles rebeldes" de Brueghel El viejo

Libertad de conciencia

La ética humana, al igual que la integridad moral y personalidad, se estructura sobre un núcleo central y básico como lo es la conciencia, conocimiento interior del bien que se debe hacer y del mal que debemos evitar. Así, conciencia e individuo constituyen una unidad indisoluble, la persona «es» con su conciencia. La facultad del hombre y la mujer para adecuar su comportamiento y realizar su vida acorde a su personal juicio de moralidad es lo que conocemos como libertad de conciencia. Ésta protege el desarrollo intelectual del ser humano y su adhesión o rechazo a determinadas concepciones valóricas o creencias (religiosas, filosóficas, ideológicas, políticas, etc.), siendo estos procesos racionales y reflexivos que corresponden al fuero interno del individuo y son inviolables, procesos que plantean además la necesidad y exigencia de comportarse exteriormente de acuerdo con tales concepciones. Podemos concluir entonces que la libertad de conciencia protege nuestro fuero interno y la integridad de nuestra conciencia como un derecho de defensa frente a intromisiones de cualquier tipo que pretendan violentarla. Lo que conocemos como objeción de conciencia implica entonces que la persona deba obedecerse a sí misma antes que al Estado, negándose a actuar en contra de sus valores y creencias, pues sin lugar a dudas no puede, ni debe, separar su conciencia del actuar conforme a ella.

Ser gobernado

Nos dice Pierre-Joseph Proudhon a mediados del siglo XIX:

Ser gobernado significa ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, regulado, inscrito, adoctrinado, sermoneado, controlado, medido, sopesado, censurado e instruído por hombres que no tienen el derecho, los conocimientos, ni la virtud necesarios para ello. Ser gobernado significa, con motivo de cada operación, transacción o movimiento, ser anotado, registrado, controlado, grabado, sellado, medido, evaluado, sopesado, apuntado, patentado, autorizado, licenciado, aprobado, aumentado, obstaculizado, reformado, reprendido y detenido.

Es, con el pretexto del interés general, ser abrumado, disciplinado, puesto en rescate, explotado, monopolizado, extorsionado, oprimido, falseado y desvalijado, para ser luego, al menor movimiento de resistencia, a la menor palabra de protesta: reprimido, multado, objeto de abusos, hostigado, seguido, intimidado a voces, golpeado, desarmado, estrangulado por el garrote, encarcelado, fusilado, juzgado, condenado, deportado, flagelado, vendido, traicionado, y por último, sometido a escarnio, ridiculizado, insultado y deshonrado.

¡Eso es el gobierno, ésa es su justicia, ésa es su moral!

El pensamiento y accionar anarquista se basan fundamentalmente en la libertad igual para todos y la lucha contra todo aquello que pretenda violentarla, no importa cuál sea el régimen dominante: dictadura, monarquía, república u otros. En palabras de Mihaíl Bakunin, rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiadas, patentadas, oficiales y legales, aunque salgan del sufragio universal, convencidos de que no podrán actuar sino en provecho de una minoría dominadora y contra los intereses de la inmensa mayoría sometida.

Un principio fundamental sobre el cual toda democracia debe sustentarse es la libertad de conciencia. La propia determinación y selección de valores, de acuerdo con los cuales cada persona estructura su proyecto de vida, y el adecuar su actuar exterior personal y social a dicho pensamiento, sólo son posibles cuando la persona posee el derecho a pensar con plena libertad y formarse su propio juicio sin ningún tipo de interferencias. Es por ello que contrarios a toda obediencia ciega a la ley enfrentamos la injusticia, por mucho que ésta pueda estar protegida por el poder judicial, con la noviolencia y la desobediencia civil, haciendo camino al andar donde otros, en mayor o menor medida, lo hicieron antes: como el titán Prometeo de la mitología griega; como los cínicos anacoretas de Diógenes de Sínope; como los helénicos estoicos de Zenón de Citio; como los taoístas de Lao-Tzé; como los anabaptistas europeos del siglo XVI; como los propulsores del anarquismo moderno Proudhon, Bakunin y Kropotkin; como el primer ser racional que se negó a reinar y ser reinado. Consideramos también que una sociedad donde los deberes no son cuestionados ni cuestionables, o es una sociedad perfecta, de la cual distamos bastante, o es una sociedad estancada en el placebo, el conformismo, la apatía, la resignación y la desidia.

Con nuestro actuar y desobediencia no pretendemos imponer nada a nadie. Nuestra objeción de conciencia electoral es el público reclamo ante una situación injusta y el llamado a cambiar las cosas de una forma verdaderamente participativa y cooperativa. Es la denuncia de la maldad intrínseca del actual sistema y la mecha para que la sociedad desarrolle las herramientas de transformación necesarias para que las personas puedan decidir qué es lo que quieren y cómo lo quieren conseguir.

Razones para ser objetor electoral

En las formas democráticas caracterizadas por sistemas representativos se vuelve claro que un número masivo de personas, que son directamente afectadas por este sistema, son ignoradas. La democracia entendida como «el gobierno de todos» es una falacia desde el momento que a la voz disidente, llámese abstencionismo, voto en blanco o voto concientemente nulo, se le adjudica oficialmente un valor electoral igual a cero. Es así como el viciado sistema democrático nos muestra una política temerosa de la evaluación negativa, que sólo se conforma con cuidar su legitimidad.

La democracia representativa plantea una división dentro de la cual se encuentran los políticos profesionales por un lado y el electorado por otro, justificándola en lo complejo que resultaría lograr concenso entre la gran masa ciudadana. Pero hemos visto que en la práctica los políticos electos no representan la voluntad de los ciudadanos, sino que intentan «interpretarla» o «reflejarla», forzados a seguir líneas ideológicas bajo quién sabe qué oscuros intereses del lobby, partido político o coalisión de turno; por su parte, el electorado se aleja de la «cosa pública» en una actitud básicamente pasiva, descomprometida, no muy implicada y a menudo desinformada.

Siendo la democracia un concreto valor político de base, el colaborar de forma activa con su sostenimiento es ya una opción política a favor de este concreto valor político; forzar esta participación ya sea a través del voto obligatorio o la conformación de las mesas electorales bajo pena de multa o cárcel, es una opción en absoluto neutra y atenta contra la libertad ideológica de las personas.

Las urnas electorales, gane quien gane, sean cuales sean los apellidos listados en la papeleta de votación, forman parte fundamental del engranaje que perpetúa este sistema político de relaciones piramidales, desiguales y coercitivas que queremos cambiar. Es así como queda registrado en más de 200 años de literatura anarquista con críticas y propuestas, tanto teóricas como prácticas, para construir una política alternativa basada en el consenso y la organización horizontal entre iguales, a partir de los microniveles de la sociedad.

La democracia es además incompatible con el parlamentarismo. En una democracia las personas participan en la toma de decisión de los asuntos que les afectan, mientras que en un sistema parlamentario una pequeña élite de profesionales decide sobre esto. Y aunque desde el mismo Parlamento se pudieran optar medidas favorables para el pueblo, creemos que es este último, organizado en una red de asambleas libres, el que debe tomar las riendas de su destino. La asamblea fomenta el debate y la convivencia, y por lo tanto, el desarrollo de las cualidades humanas; mientras que el parlamentarismo evita que la persona se haga responsable y libre, convirtiendo al sistema representativo en una competición entre caudillos políticos por la obtención del poder.

La existencia de una democracia pluralista requiere para su desarrollo y consolidación de una fuerte cultura democrática basada en la amistad cívica y la tolerancia, el diálogo entre las diversas concepciones ideológicas y la práctica del convencimiento razonado y la persuación. Es así como la democracia se hace incompatible con el capitalismo que, paradójicamente, la sostiene actualmente. La propiedad privada empresarial genera fuertes desigualdades que impiden que pueda producirse el diálogo entre iguales. Además, somete en lo económico a unas personas bajo el yugo de los privilegiados.

Conclusión

El actual sistema fomenta valores competitivos, consumistas y conformistas, aislando socialmente (y a veces por decreto) a quienes lo quieren enfrentar, impidiendo así el desarrollo de una conciencia libre. Entre la inexistencia del debate, la invisibilidad de la disidencia y la sobrecarga de información insustancial, se evita que las personas desarrollemos nuestra capacidad crítica ¿cómo expresar en un voto todo lo que pensamos?

No es el miedo al caos aquello que los lleva a rechazar la anarquía, sino el temor de ya no tener a nadie a quien dominar. Así, llaman a defender la democracia, porque quien de poder se alimenta hambriento se despierta. El poder intoxicará a los mejores corazones, así como el vino a las mejores mentes. Pero no es poderoso quien ostenta el poder, sino aquel quien se niega a usarlo.

Por supuesto, al declararnos objetores electorales y actuando en consecuencia, asumimos la posibilidad de que nos golpee la represión, tanto de la Justicia como de la sociedad; sin embargo, para nosotros supone una confirmación de nuestra libertad, pues como decía Gandhi: «En cuanto alguien comprende que obedecer leyes injustas es contrario a su dignidad de hombre, ninguna tiranía puede dominarle».

Y como Max Stirner solía decir: ¡Tras los azotes se levantan, más poderosos que ellos, nuestra audacia y nuestra obstinada libertad!

Bibliografía