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El matrimonio como fraude permanente

viernes, marzo 7th, 2014

Detalle de "Room in New York" de Edward Hopper

Extracto de The Inquiry concerning Political Justice, and its Influence on General Virtue and Happiness, publicado en 1793 por William Godwin, político y escritor británico considerado uno de los más importantes precursores liberales del pensamiento anarquista

El problema de la convivencia es particularmente importante, porque incluye la cuestión del matrimonio. Debemos, pues, ampliar nuestras reflexiones al respecto. La convivencia permanente no sólo es repudiable porque traba el libre desarrollo del intelecto, sino además porque es incompatible con las tendencias y las imperfecciones del ser humano. Es absurdo esperar que las propensiones y los deseos de dos personas han de coincidir por tiempo indefinido. Obligarles a vivir siempre juntos equivale a condenarlos a una vida de eternas disputas, rozamientos y desdichas. No puede ocurrir de otro modo, desde que estamos muy lejos de la perfección. La creencia de que una persona necesita compañero vitalicio se funda en un conjunto de errores. Es fruto de las sugestiones de la cobardía. Surge del deseo de ser amados y estimados por méritos que no poseemos.

Pero el mal del matrimonio, tal como se practica en los países europeos, tiene raíces más hondas. Lo corriente es que una pareja de jóvenes, románticos y despreocupados, apenas se han conocido, en momento de mutua ilusión, juren guardarse amor eterno. ¿Cuál es la lógica consecuencia? Casi siempre el desengaño no tarda en hacer presa de ambos. Tratan de soportar como pueden el resultado de su irremediable error y con frecuencia se ven obligados a engañarse mutuamente. Finalmente, llegan a considerar que lo más prudente es cerrar los ojos ante la realidad y se sienten felices si mediante cierta perversión del intelecto logran convencerse de que la primera impresión que se formaron uno de otro, era justa. La institución del matrimonio constituye, pues, una forma de fraude permanente. Y el hombre que tuerce su juicio en las contingencias de la vida cotidiana, llegará a padecer una deformación substancial del mismo. En vez de corregir el error apenas lo descubrimos, nos esforzamos por pepetuarlo. En vez de perseguir incansablemente el bien y la virtud, nos habituamos a restringirlos, cerrando los ojos ante las más bellas y admirables perspectivas. El matrimonio es fruto de la ley, de la peor de todas las leyes. A pesar de cuanto nos digan nuestros sentidos; a pesar de la felicidad que nos ha de deparar la unión con determinada persona; a pesar de los defectos de esa mujer o de los méritos de la otra, debemos por encima de todo acatar la ley y no lo que dispone la justicia.

Agréguese a esto que el matrimonio constituye la peor de todas las formas de propiedad. Cuando la legislación prohibe a dos seres humanos seguir sus propios impulsos, se impone el reinado omnímodo del prejuicio. En tanto que procuro imponer mi derecho exclusivo sobre una mujer, prohibiendo al vecino que muestre ante ella sus superiores méritos y obtenga el premio correspondiente, soy culpable del más odioso de los monopolios. Los hombres se disputan ese codiciado premio, desplegando todo género de astucias y de malas artes con el objeto de lograr la satisfacción de sus deseos o de frustrar las esperanzas de sus rivales. Mientras subsista tal estado de cosas, la filantropía será burlada y escarnecida de mil modos distintos y la corriente de corrupción seguirá fluyendo sin cesar.

La abolición del matrimonio no traerá grandes males. Estamos acostumbrados a considerar tal eventualidad como el comienzo de una era de depravación y concupiscencia. Pero ocurre en eso lo que en muchos otros casos, donde las leyes que se establecen con el objeto de reprimir nuestros vicios, son las que en realidad los excitan y multiplican. Por otra parte, debemos tener en cuenta que los mismos sentimientos de justicia y felicidad que en una sociedad igualitaria eliminarán los incentivos del lujo, harán moderar nuestros apetitos de diversa índole, llevándonos a dar siempre preferencia a los placeres del intelecto, por encima de los placeres de los sentidos.

La relación entre los sexos será regida entonces por las mismas normas de la amistad. Prescindiendo de toda adhesión irreflexiva, es indudable que he de encontrarme alguna vez con un hombre de mérito que atraiga particularmente mi afecto. La amistad que hacia él sienta, se hallará en relación directa con su mérito. Lo mismo habrá de ocurrir cuando se trate de sexos opuestos. Cultivaré relaciones asiduas con la mujer cuyas cualidades me hayan impresionado más favorablemente. Pero podrá suceder que otros hombres sientan por ella igual preferencia. Esto no significará dificultad alguna. Todos podremos disfrutar igualmente de su conversación y compañía; y seremos todos suficientemente juiciosos para considerar el aspecto sexual de estas relaciones como enteramente secundario. Como en cualquier otro caso que afecte simultáneamente a dos personas, ello deberá resolverse mediante mutuo consentimiento. La estimación del tráfico sexual como algo de primordial importancia en las relaciones de la más pura afección, es fruto de la actual depravación mental. Las personas razonables comen y beben, no por el placer de hacerlo, sino porque el alimento y la bebida son indispensables para su existencia. De igual modo, las personas razonables contribuyen a propagar la especie, no por el placer de los sentidos que de ello derivan, sino porque es necesario propagar la especie. El modo como han de realizar esta función está regulado por los dictados de la razón y el deber.

Del contrato social (William Godwin)

domingo, noviembre 24th, 2013

Detalle de "Obreros" de Tarsila del Amaral

Extracto de The Inquiry concerning Political Justice, and its Influence on General Virtue and Happiness, publicado en 1793 por William Godwin, político y escritor británico considerado uno de los más importantes precursores liberales del pensamiento anarquista

Las premisas esenciales de la doctrina del contrato social sugieren de inmediato varias y difíciles cuestiones. ¿Cuáles son las partes contratantes? ¿En nombre de quiénes convienen el contrato, sólo de ellos mismos o de terceros? ¿Por cuánto tiempo rigen sus estipulaciones? Si la validez del contrato requiere el consentimiento de cada individuo, ¿cómo se otorgará tal consentimiento? ¿Habrá de ser un consentimiento tácito o expreso?

Poco se habría ganado para la causa de la justicia y la igualdad, si nuestros antepasados, al establecer la forma de gobierno bajo la cual les agradaba vivir, hubieran enajenado al mismo tiempo la independencia y la libertad de elección de sus descendientes, hasta el fin de los siglos. Pero si el contrato debe ser renovado en cada generación, ¿qué períodos se fijarán al efecto? Si estoy obligado a someterme al gobierno establecido, hasta que llegue mi turno de intervenir en su constitución, ¿en qué principio se funda mi consentimiento? ¿Acaso en el contrato que aceptó mi padre antes de mi nacimiento?

En segundo lugar, ¿cuál es la naturaleza del consentimiento que me obliga a considerarme súbdito de determinado gobierno? Se afirma generalmente que basta para ello la aquiescencia tácita que se deriva del hecho de vivir en paz, bajo la protección de las leyes. Si esto fuera cierto, estaría demás toda ciencia política, toda discriminación entre buena y mala forma de gobierno, aun cuando se trate de un sistema inventado por el más vil de los sicofantes. De acuerdo con semejante hipótesis, todo gobierno que es pasivamente soportado por sus súbditos, es un gobierno legal, desde la tiranía de Calígula hasta la usurpación de Cromwell. La aquiescencia no es generalmente otra cosa que la elección, por parte del individuo, de lo que considera un mal menor. En muchos casos ni siquiera llega a ser esto, puesto que los campesinos y los artesanos, que constituyen el grueso de la población de un país, raras veces disponen de la posibilidad de comunicarse mutuamente sus opiniones. Hay que observar, además, que la doctrina de aquiescencia concuerda escasamente con las opiniones y las prácticas políticas corrientes. Lo que se llama derecho de gentes, descansa con menos fuerza en la lealtad de un extranjero que se instala entre nosotros, si bien su aquiescencia suele ser más completa; cuando los habitantes de un país se trasladan a un territorio deshabitado continúan bajo la autoridad del gobierno de la madre patria, mientras que, si emigran a un país políticamente constituído, se hallarán bajo la autoridad del gobierno local, si bien serán castigados por la ley si tomaran las armas contra su país nativo. Así, pues, la aquiescencia difícilmente puede convertirse en consentimiento expreso, en tanto los individuos afectados no tengan el conocimiento preciso de las autoridades a quienes deben hacer manifestación de lealtad.

Locke, el gran campeón de la doctrina del contrato original. tuvo conciencia de esa dificultad al observar que un consentimiento tácito obliga ciertamente a todo individuo a obedecer las leyes de todo gobierno en tanto disfrute de algún bien o de alguna ventaja bajo la jurisdicción de dicho gobierno; pero nada puede convertir al individuo en miembro activo de una comunidad, salvo su compromiso personal, resultante de un convenio expresamente celebrado. He ahí una distinción singular. Ella significa, en definitiva, que basta un consentimiento tácito, de la índole indicada, para hacer a un hombre pasible de regulaciones penales de la sociedad, en tanto que, para disfrutar de sus correspondientes ventajas, se requiere su consentimiento formal.

Una tercera objeción contra la teoría del contrato social surge cuando tratamos de fijar el alcance de las obligaciones contractuales, aun admitiendo que todos los miembros de la comunidad las hayan contraído solemnemente. Supongamos, por ejemplo, que en el momento de alcanzar la mayoría de edad soy llamado a manifestar mi asentimiento o mi disconformidad respecto a las leyes e instituciones vigentes, ¿durante cuánto tiempo estaré ligado a mi declaración? ¿He de prescindir acaso durante el resto de mi vida de todo nuevo conocimiento respecto a tales cuestiones? Y si no ha de ser por toda la vida, ¿por qué ha de serlo durante Un año, un mes o siquiera durante una hora? Si mi juicio deliberado y mi efectiva aceptación no tienen prácticamente valor, ¿en qué sentido podrá afirmarse que un gobierno legal se funda en mi consentimiento?

Pero la cuestión relativa al tiempo no constituye la única dificultad. Si reclamáis mi asentimiento a una proposición dada, es necesario que ésta sea formulada en forma clara y sencilla. Son tan profusas las variantes del entendimiento humano en todas las cuestiones que se refieren a nuestra vida colectiva, que existen pocas probabilidades de que dos hombres lleguen a un acuerdo preciso acerca de diez proposiciones sucesivas que por su naturaleza sean materia de discusión. ¿No es entonces extraordinariamente absurdo que me presenten los cincuenta volúmenes que contienen las leyes de Inglaterra, a fin de que exprese de inmediato mi opinión acerca de su contenido?

Pero el contrato social, considerado como fundamento de la sociedad civil, requiere de mí algo más. No sólo estoy obligado a expedirme acerca de todas las leyes actualmente en vigencia, sino también sobre todas las que habrán de dictarse en el futuro. Fue por ese concepto de la cuestión al delinear las consecuencias del contrato social, que Rousseau se vió obligado a afirmar que la soberanía que reside en el pueblo, no puede ser delegada ni alienada. La esencia de la soberanía es la voluntad general y la voluntad no puede ser representada. O bien es una o bien es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son sus representantes; sólo son sus comisarios. Las leyes que el pueblo mismo no ratifica, no tienen validez; son leyes nulas.

Se ha procurado resolver las dificultades aquí expuestas, por parte de algunos partidarios del sistema y amigos de la libertad, proponiendo la celebración de plebiscitos. Estos deberían realizarse en los diversos distritos de la nación, como requisito indispensable para la aprobación de toda ley de importancia constitucional. Pero se trata de un remedio fútil y aparente. Por su propia índole, los plebiscitos deben limitarse a la indiscriminada aceptación o rechazo de la ley. Existe una enorme diferencia entre la deliberación inicial y el subsiguiente ejercicio formal del veto. La primera contiene un poder efectivo, mientras que la segunda significa sólo una sombra de poder; por otra parte, los plebiscitos constituyen un modo precario y equívoco de conocer el sentimiento de la nación. Se efectúan generalmente de un modo sumario y tumultuoso, después de haber sido preparados en medio de una viva agitación de partidos. Las firmas que se obtienen, se obtienen por medios accidentales o indirectos, siendo lo más corriente que la gran mayoría de los que concedieron la suya, ignoren en absoluto la cuestión en debate o sean totalmente indiferentes a ella.

Finalmente, si el gobierno se funda en el consentimiento del pueblo, no puede haber autoridad sobre ninguna persona que niegue tal consentimiento. Si la aceptación tácita es insuficiente, menos aún debo considerarme obligado por una medida contra la cual he manifestado mi expresa oposición. Esta conclusión surge necesariamente de las citadas observaciones de Rousseau. Si el pueblo o los individuos que constituyen el pueblo no pueden delegar su autoridad en un representante, tampoco puede un individuo aislado delegar su autoridad en la mayoría de una asamblea de la que forma parte. Las normas que han de regular mis acciones son materia de consideración enteramente personal y nadie puede transferir a otro la responsabilidad de su conducta y la determinación de sus propios deberes. Pero esto nos lleva nuevamente al punto de partida. Ningún asentimiento nos libra de la obligación moral. Constituye ésta una especie de propiedad que no podemos enajenar y a la que no podemos renunciar y, por consiguiente, es inadmisible que un gobierno derive su autoridad de un contrato original.

William Godwin

Lineamientos generales de un equitativo sistema de propiedad

domingo, febrero 17th, 2013

Detalle de "Familia de Felipe V" de Louis-Michel van Loo

Extracto de The Inquiry concerning Political Justice, and its Influence on General Virtue and Happiness, publicado en 1793 por William Godwin, político y escritor británico considerado uno de los más importantes precursores liberales del pensamiento anarquista y del utilitarismo.

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La cuestión de la propiedad constituye la clave del arco que completa el edificio de la justicia política. Según el grado de exactitud que encierren nuestras ideas relativas a ella, nos ilustrarán acerca de la posibilidad de establecer una forma sencilla de sociedad sin gobierno, eliminando los prejuicios que nos atan al sistema de la complejidad. Nada tiende más a deformar nuestros juicios y opiniones que un concepto erróneo respecto a los bienes de fortuna. El momento que pondrá fin al régimen de la coerción y el castigo, depende estrechamente de una determinación equitativa del sistema de propiedad.

Muchos y evidentes abusos se han cometido con relación a la administración de la propiedad. Cada uno de ellos podría ser útilmente objeto de un estudio separado. Podríamos examinar los males que en ese sentido se han derivado de los sueños de grandeza nacional y de la vanidad de dominio. Ello nos llevaría a considerar las diferentes clases de impuestos, de índole territorial o mercantil, tanto los que han gravado los objetos superfluos como los más necesarios para la vida. Podríamos estudiar los excesos inherentes al actual sistema comercial, que aparecen bajo la forma de monopolios, patentes, privilegios, derechos proteccionistas, concesiones y prohibiciones. Podemos destacar las funestas manifestaciones del sistema feudal, tales como los derechos señoriales, los dominios absolutos, el vasallaje, las multas, el derecho de mayorazgo y primogenitura. Podemos destacar en igual sentido los derechos de la Iglesia, el diezmo y las primicias. Y podemos analizar el grado de justicia que encierran las leyes según las cuales un hombre que ha disfrutado durante toda su vida soberanamente de considerables propiedades, puede seguir disponiendo de ellas incluso después que las leyes de la naturaleza ponen un término a su autoridad. Todas estas posibles investigaciones demuestran la importancia extraordinaria del problema. Pero, dejando a un lado todos esos aspectos particulares, hemos de dedicar el resto de la presente obra al estudio, no de los casos particulares de abuso que eventualmente pueden surgir de tal o cual sistema de administración de la propiedad, sino de los principios generales en que todos ellos se fundamentan, los cuales, siendo en sí injustos, no sólo constituyen la fuente originaria de los males aludidos, sino también de muchos otros, demasiado multiformes y sutiles para ser expuestos en una descripción sumaria.

¿Cuál es el criterio que debe determinar si tal o cual objeto susceptible de utilidad debe ser considerado de vuestra propiedad o de la mía? A esta cuestión sólo cabe una respuesta: la justicia. Acudamos, pues, a los principios de justicia.

¿A quién pertenece justamente un objeto cualquiera, por ejemplo, un trozo de pan? A aquel que más lo necesita o a quien su posesión sea más útil. He ahí seis personas acuciadas por el hambre y el pan podrá satisfacer la avidez de todas ellas. ¿Quién ha de afirmar que uno sólo tiene el derecho de beneficiarse del alimento? Quizá sean ellos hermanos y la ley de primogenitura lo concede todo al hermano mayor. ¿Pero puede la justicia aprobar tal concesión? Las leyes de los distintos países disponen de la propiedad de mil formas distintas, pero sólo puede haber una conforme con los dictados de la razón.

Veamos otro caso. Tengo en mi poder cien panes y en la próxima calle hay un pobre hombre que desfallece de hambre, a quien uno de estos panes podría preservar de la muerte por inanición. Si sustraigo el pan a su necesidad, ¿no cometeré acaso un acto de injusticia? Si le entrego el pan, cumplo simplemente un mandato de equidad. ¿A quién pertenece, pues, ese alimento indispensable? Por otra parte, yo me encuentro en situación desahogada y no necesito ese pan como objeto de trueque o de venta para procurarme otros bienes necesarios para la vida. Nuestras necesidades animales han sido definidas hace tiempo y consisten en alimento, habitación y abrigo. Si la justicia tiene algún sentido, es inicuo que un hombre posea lo superfluo, mientras existan seres humanos que no dispongan adecuadamente de esos elementos indispensables.

Pero la justicia no se detiene ahí. Todo hombre tiene derecho, en tanto que la riqueza general lo permita, no sólo a disponer de lo indispensable para la subsistencia, sino también de cuanto constituye el bienestar. Es injusto que un hombre trabaje hasta aniquilar su salud o su vida, mientras otro nada en la abundancia. Es injusto que un ser humano se vea privado del ocio necesario para el cultivo de sus facultades racionales, en tanto que otro no contribuye con el menor esfuerzo a la riqueza común. Las facultades de un hDmbre equivalen a las facultades de otro. La justicia exige que todoS contribuyan al acervo común, ya que todos participan del consumo. La reciprocidad, tal como lo demostramos al considerar separadamente la cuestión, constituye la verdadera esencia de la justicia. Veremos luego cómo es posible asegurar esa reciprocidad, haciendo que cada cual contribuya con su esfuerzo y obtenga lo necesario, del producto general.

Esta cuestión podrá ser enfocada aún con mayor claridad si reflexionamos un instante acerca de la significación del lujo y del derroche. La riqueza de una nación puede calcularse por el conjunto de los bienes que son consumidos anualmente en ella, dejando a un lado los materiales y los medios que se requieren para producir lo necesario para el consumo del año próximo. Considerando que esos bienes son el producto del trabajo realizado en conjunto por sus habitantes, hallaremos que en los países civilizados un campesino no consume generalmente más que una vigésima parte del valor contenido en su trabajo, en tanto que el rico propietario consume el equivalente al trabajo de veinte campesinos. El beneficio indebido que recibe este privilegiado mortal, es realmente extraordinario.

Sin embargo, es evidente que su situación dista mucho de ser envidiable. Un hombre que dispone de cien libras por año es mucho más feliz, si sabe ajustarse a sus medios. ¿Qué hará el rico con su enorme riqueza? ¿Ingerirá infinidad de platos de las más costosas viandas o hará verter toneles de los vinos más exquisitos? Una dieta frugal es infinitamente más conveniente para la salud, la claridad de la inteligencia, la alegría del espíritu y aún para el estímulo del apetito. Todo gasto superfluo es un gasto de pura ostentación. Ni siquiera el más empedernido de los epicúreos sostendría una mesa espléndida, si no tuviera espectadores, visitantes o criados que admirasen su magnificencia. ¿Qué objeto tienen los lujosos palacios, los ricos mobiliarios, los ostentosos equipajes y aún los costosos vestidos si no es la exhibición? El aristócrata que permitiera por primera vez en su vida a su fantasía imaginar el género de vida que llevaría si nadie lo observara, si no tuviera que agradar a nadie más que a sí mismo, quedaría asombrado al comprender hasta qué punto fue la vanidad el único móvil de sus acciones hasta entonces.

Esa vanidad se manifiesta en el afán de atraer la admiración y el aplauso de las espectadores. No vamos a discutir el valor intrínseco del aplauso. Admitiendo que sea algo realmente digno de estimación, no deja de ser despreciable el motivo del aplauso de que suele ser abjeto el hombre rico. Aplaudidme porque mi antepasado me legó una vasta propiedad, parece decir su ostentación. ¿Pero qué mérito hay en ello? Uno de los primeros efectos de la riqueza consiste, pues, en privar a su poseedor de las genuinas facultades del entendimiento y en hacerle incapaz de discernir acerca de lo verdadero y lo justo. Le induce a colocar sus deseos en objetos extraños a las necesidades y a la conformación del espíritu humano, haciéndole en consecuencia víctima de la insatisfacción y del desengaño. Los mayores bienes personales son la independencia espiritual, que pone nuestra felicidad al abrigo de los cambios de fortuna y de la conducta extraña y la alegre actividad que surge del empleo de nuestras energías en la creación de objetos útiles, valorados así por nuestro propio juicio.

Hemos comparado la suerte de un hombre de extrema opulencia, con la de otro que sólo dispone de cien libras por año. Pero el último término de la alternativa sólo se ha admitido como concesión a los prejuicios reinantes. Aún en el estado actual de la sociedad, un hombre que, mediante el ejercicio de una industria modesta, ganara lo suficiente para su vida, sin sufrir la envidia o la hostilidad de sus vecinos, puede sentirse tan dichoso como si hubiera dispuesto de esos bienes por su nacimento. En el orden de cosas que prevemos para el futuro, el trabajo será una placentera necesidad; sentir el estímulo de una agradable actividad, comprendiendo que ningún revés de fortuna podrá privamos de los medios necesarios para la subsistencia y el bienestar, será precisamente todo lo contrario de una desgracia.

Se suele alegar que hay una gran variedad de tareas e industrias y que no es justo, por consiguiente, que todos reciban igual retribución. Es indudable que no deben confundirse los méritos de los hombres, tanto en virtud como en laboriosidad. Pero veamos hasta qué punto otorga el presente régimen de propiedad un tratamiento equitativo a esos méritos. Este régimen confiere las más grandes fortunas al hecho accidental del nacimiento. El que haya ascendido de la miseria hasta la opulencia debió emplear medios que no hablarán muy bien en favor de su honestidad. El hombre más activo e industrioso, logra con grandes esfuerzos resguardar a los suyos de los rigores del hambre.

Pero dejando a un lado esos inicuos resultados de una injusta distribución de la propiedad, veamos qué especie de retribución se quiere ofrecer a la diversa capacidad de trabajo. Si sois industriosos, tendréis cien veces más alimentos de los que podáis consumir y cien veces más vestidos de los que podáis usar. ¿Dónde está la justicia de tal retribución? Si yo fuera el mayor benefactor de la humanidad que se haya conocido, ¿es una razón para que se me otorgue algo que no necesito, en tanto que hay miles de personas que lo requieren de un modo indispensable? Esa riqueza superflua sólo podrá servirme para una estúpida ostentación y la provocación de la envidia; quizá me proporcione el placer inferior de devolver al pobre, en nombre de la generosidad, una parte de algo a que aquél tiene justo derecho. En suma, sólo me servirá para estimular prejuicios, errores y vicios.

La doctrina de la injusticia de la propiedad monopolizada se halla en los fundamentos de toda moral religiosa. Ésta incita a los hombres a reparar tal injusticia, mediante el ejercicio de la virtud individual. Los más celosos predicadores de la religión, se han visto obligados a pronunciar rigurosas verdades al respecto. Enseñaron a los ricos que debían considerarse simples depositarios de los bienes de que disponían, sintiéndose responsables hasta de la menor porción de riqueza gastada, a modo de meros administradores y no de amos absolutos. Pero el defecto de esta doctrina consiste precisamente en que sólo incita a paliar el mal en vez de extirpado de raíz.

Encierra esa doctrina, sin embargo, una verdad esencial. No hay acción humana y, sobre todo, no hay acción relativa a la propiedad, que no esté sujeta a las nociones de lo bueno y de lo malo y a cuyo respecto la moral y la razón no puedan prescribir normas específicas de conducta. El que reconozca que los demás hombres son de igual naturaleza que él mismo y sea capaz de imaginar el juicio que su conducta pueda merecer a los ojos de un observador imparcial, tendrá la sensación clara y precisa de que el dinero que invierte en la adquisición de objetos fútiles o innecesarios, es un dinero injustamente derrochado, puesto que podría emplearse en la obtención de cosas substanciales e indispensables para la existencia de otros hombres. Su espíritu ecuánime le dirá que cada chelin debe ser invertido de acuerdo con las exigencias de la justicia. Pero sufrirá por su ignorancia acerca del modo de cumplir los mandatos de la justicia y de servir a la utilidad general.

¿Hay alguien que ponga en duda la verdad de esas observaciones? ¿No se admitirá acaso que cuando empleo cualquier suma de dinero, pequeña o grande, en la compra de un objeto superfluo, he incurrido en una injusticia? Es tiempo ya de que todo eso sea plenamente comprendido. Es tiempo ya de que desechemos por completo los términos de virtud y justicia o bien de que reconozcamos de una vez que no nos autorizan a acumular lujo mientras nuestros semejantes carecen de lo indispensable para su vida y su felicidad.

En tanto que las religiones inculcan a los hombres los principios puros de la justicia, sus maestros e intérpretes se han esforzado en presentar la práctica de aquellos principios; no como una deuda a la que debe hacerse honor, sino como un hecho librado a la generosidad y a la espontaneidad de cada uno. Han exhortado al rico a que sea clemente y misericordioso con el pobre. En consecuencia, cuando los ricos destinan la particula más insignificante de sus bienes a lo que suelen llamar actos de caridad, se sienten engreídos como benefactores de la especie, en lugar de considerarse culpables por lo mucho que retienen indebidamente.

En realidad las religiones constituyen siempre una componenda con los prejuicios y las debilidades de los hombres. Los creadores de religiones hablaron al mundo en el lenguaje que éste quería escuchar. Pero ya es tiempo de que dejemos de lado las enseñanzas que son convenientes para mentalidades pueriles y de que estudiemos los principios y la naturaleza de las cosas. Si la religión nos enseña que todos los hombres deben recibir lo necesario para la satisfacción de sus necesidades, debemos concluir por nuestra cuenta que una distribución gratuita realizada por los ricos constituye un modo muy indirecto y sumamente ineficaz de lograr aquel objetivo. La experiencia de todas las edades nos demuestra que semejante método produce resultados muy precarios. Su único resultado consiste en permitir a la minoría que disfruta de la riqueza común, exhibir su generosidad a costa de algo que no le pertenece, obteniendo la gratitud de los pobres mediante el pago parcial de una deuda. Es un sistema basado en la caridad y la clemencia, no en la justicia. Colma al rico de injustificada soberbia e inspira servil gratitud al pobre, acostumbrado a recibir el menguado bien que se le otorga, no como algo que se le adeuda, sino como donativo gracioso de los opulentos señores.

William Godwin
The Inquiry concerning Political Justice, and its Influence on General Virtue and Happiness (1793)