Archive for febrero, 2013

Lineamientos generales de un equitativo sistema de propiedad

domingo, febrero 17th, 2013

Detalle de "Familia de Felipe V" de Louis-Michel van Loo

Extracto de The Inquiry concerning Political Justice, and its Influence on General Virtue and Happiness, publicado en 1793 por William Godwin, político y escritor británico considerado uno de los más importantes precursores liberales del pensamiento anarquista y del utilitarismo.

Tiempo aproximado de lectura: 15 minutos

La cuestión de la propiedad constituye la clave del arco que completa el edificio de la justicia política. Según el grado de exactitud que encierren nuestras ideas relativas a ella, nos ilustrarán acerca de la posibilidad de establecer una forma sencilla de sociedad sin gobierno, eliminando los prejuicios que nos atan al sistema de la complejidad. Nada tiende más a deformar nuestros juicios y opiniones que un concepto erróneo respecto a los bienes de fortuna. El momento que pondrá fin al régimen de la coerción y el castigo, depende estrechamente de una determinación equitativa del sistema de propiedad.

Muchos y evidentes abusos se han cometido con relación a la administración de la propiedad. Cada uno de ellos podría ser útilmente objeto de un estudio separado. Podríamos examinar los males que en ese sentido se han derivado de los sueños de grandeza nacional y de la vanidad de dominio. Ello nos llevaría a considerar las diferentes clases de impuestos, de índole territorial o mercantil, tanto los que han gravado los objetos superfluos como los más necesarios para la vida. Podríamos estudiar los excesos inherentes al actual sistema comercial, que aparecen bajo la forma de monopolios, patentes, privilegios, derechos proteccionistas, concesiones y prohibiciones. Podemos destacar las funestas manifestaciones del sistema feudal, tales como los derechos señoriales, los dominios absolutos, el vasallaje, las multas, el derecho de mayorazgo y primogenitura. Podemos destacar en igual sentido los derechos de la Iglesia, el diezmo y las primicias. Y podemos analizar el grado de justicia que encierran las leyes según las cuales un hombre que ha disfrutado durante toda su vida soberanamente de considerables propiedades, puede seguir disponiendo de ellas incluso después que las leyes de la naturaleza ponen un término a su autoridad. Todas estas posibles investigaciones demuestran la importancia extraordinaria del problema. Pero, dejando a un lado todos esos aspectos particulares, hemos de dedicar el resto de la presente obra al estudio, no de los casos particulares de abuso que eventualmente pueden surgir de tal o cual sistema de administración de la propiedad, sino de los principios generales en que todos ellos se fundamentan, los cuales, siendo en sí injustos, no sólo constituyen la fuente originaria de los males aludidos, sino también de muchos otros, demasiado multiformes y sutiles para ser expuestos en una descripción sumaria.

¿Cuál es el criterio que debe determinar si tal o cual objeto susceptible de utilidad debe ser considerado de vuestra propiedad o de la mía? A esta cuestión sólo cabe una respuesta: la justicia. Acudamos, pues, a los principios de justicia.

¿A quién pertenece justamente un objeto cualquiera, por ejemplo, un trozo de pan? A aquel que más lo necesita o a quien su posesión sea más útil. He ahí seis personas acuciadas por el hambre y el pan podrá satisfacer la avidez de todas ellas. ¿Quién ha de afirmar que uno sólo tiene el derecho de beneficiarse del alimento? Quizá sean ellos hermanos y la ley de primogenitura lo concede todo al hermano mayor. ¿Pero puede la justicia aprobar tal concesión? Las leyes de los distintos países disponen de la propiedad de mil formas distintas, pero sólo puede haber una conforme con los dictados de la razón.

Veamos otro caso. Tengo en mi poder cien panes y en la próxima calle hay un pobre hombre que desfallece de hambre, a quien uno de estos panes podría preservar de la muerte por inanición. Si sustraigo el pan a su necesidad, ¿no cometeré acaso un acto de injusticia? Si le entrego el pan, cumplo simplemente un mandato de equidad. ¿A quién pertenece, pues, ese alimento indispensable? Por otra parte, yo me encuentro en situación desahogada y no necesito ese pan como objeto de trueque o de venta para procurarme otros bienes necesarios para la vida. Nuestras necesidades animales han sido definidas hace tiempo y consisten en alimento, habitación y abrigo. Si la justicia tiene algún sentido, es inicuo que un hombre posea lo superfluo, mientras existan seres humanos que no dispongan adecuadamente de esos elementos indispensables.

Pero la justicia no se detiene ahí. Todo hombre tiene derecho, en tanto que la riqueza general lo permita, no sólo a disponer de lo indispensable para la subsistencia, sino también de cuanto constituye el bienestar. Es injusto que un hombre trabaje hasta aniquilar su salud o su vida, mientras otro nada en la abundancia. Es injusto que un ser humano se vea privado del ocio necesario para el cultivo de sus facultades racionales, en tanto que otro no contribuye con el menor esfuerzo a la riqueza común. Las facultades de un hDmbre equivalen a las facultades de otro. La justicia exige que todoS contribuyan al acervo común, ya que todos participan del consumo. La reciprocidad, tal como lo demostramos al considerar separadamente la cuestión, constituye la verdadera esencia de la justicia. Veremos luego cómo es posible asegurar esa reciprocidad, haciendo que cada cual contribuya con su esfuerzo y obtenga lo necesario, del producto general.

Esta cuestión podrá ser enfocada aún con mayor claridad si reflexionamos un instante acerca de la significación del lujo y del derroche. La riqueza de una nación puede calcularse por el conjunto de los bienes que son consumidos anualmente en ella, dejando a un lado los materiales y los medios que se requieren para producir lo necesario para el consumo del año próximo. Considerando que esos bienes son el producto del trabajo realizado en conjunto por sus habitantes, hallaremos que en los países civilizados un campesino no consume generalmente más que una vigésima parte del valor contenido en su trabajo, en tanto que el rico propietario consume el equivalente al trabajo de veinte campesinos. El beneficio indebido que recibe este privilegiado mortal, es realmente extraordinario.

Sin embargo, es evidente que su situación dista mucho de ser envidiable. Un hombre que dispone de cien libras por año es mucho más feliz, si sabe ajustarse a sus medios. ¿Qué hará el rico con su enorme riqueza? ¿Ingerirá infinidad de platos de las más costosas viandas o hará verter toneles de los vinos más exquisitos? Una dieta frugal es infinitamente más conveniente para la salud, la claridad de la inteligencia, la alegría del espíritu y aún para el estímulo del apetito. Todo gasto superfluo es un gasto de pura ostentación. Ni siquiera el más empedernido de los epicúreos sostendría una mesa espléndida, si no tuviera espectadores, visitantes o criados que admirasen su magnificencia. ¿Qué objeto tienen los lujosos palacios, los ricos mobiliarios, los ostentosos equipajes y aún los costosos vestidos si no es la exhibición? El aristócrata que permitiera por primera vez en su vida a su fantasía imaginar el género de vida que llevaría si nadie lo observara, si no tuviera que agradar a nadie más que a sí mismo, quedaría asombrado al comprender hasta qué punto fue la vanidad el único móvil de sus acciones hasta entonces.

Esa vanidad se manifiesta en el afán de atraer la admiración y el aplauso de las espectadores. No vamos a discutir el valor intrínseco del aplauso. Admitiendo que sea algo realmente digno de estimación, no deja de ser despreciable el motivo del aplauso de que suele ser abjeto el hombre rico. Aplaudidme porque mi antepasado me legó una vasta propiedad, parece decir su ostentación. ¿Pero qué mérito hay en ello? Uno de los primeros efectos de la riqueza consiste, pues, en privar a su poseedor de las genuinas facultades del entendimiento y en hacerle incapaz de discernir acerca de lo verdadero y lo justo. Le induce a colocar sus deseos en objetos extraños a las necesidades y a la conformación del espíritu humano, haciéndole en consecuencia víctima de la insatisfacción y del desengaño. Los mayores bienes personales son la independencia espiritual, que pone nuestra felicidad al abrigo de los cambios de fortuna y de la conducta extraña y la alegre actividad que surge del empleo de nuestras energías en la creación de objetos útiles, valorados así por nuestro propio juicio.

Hemos comparado la suerte de un hombre de extrema opulencia, con la de otro que sólo dispone de cien libras por año. Pero el último término de la alternativa sólo se ha admitido como concesión a los prejuicios reinantes. Aún en el estado actual de la sociedad, un hombre que, mediante el ejercicio de una industria modesta, ganara lo suficiente para su vida, sin sufrir la envidia o la hostilidad de sus vecinos, puede sentirse tan dichoso como si hubiera dispuesto de esos bienes por su nacimento. En el orden de cosas que prevemos para el futuro, el trabajo será una placentera necesidad; sentir el estímulo de una agradable actividad, comprendiendo que ningún revés de fortuna podrá privamos de los medios necesarios para la subsistencia y el bienestar, será precisamente todo lo contrario de una desgracia.

Se suele alegar que hay una gran variedad de tareas e industrias y que no es justo, por consiguiente, que todos reciban igual retribución. Es indudable que no deben confundirse los méritos de los hombres, tanto en virtud como en laboriosidad. Pero veamos hasta qué punto otorga el presente régimen de propiedad un tratamiento equitativo a esos méritos. Este régimen confiere las más grandes fortunas al hecho accidental del nacimiento. El que haya ascendido de la miseria hasta la opulencia debió emplear medios que no hablarán muy bien en favor de su honestidad. El hombre más activo e industrioso, logra con grandes esfuerzos resguardar a los suyos de los rigores del hambre.

Pero dejando a un lado esos inicuos resultados de una injusta distribución de la propiedad, veamos qué especie de retribución se quiere ofrecer a la diversa capacidad de trabajo. Si sois industriosos, tendréis cien veces más alimentos de los que podáis consumir y cien veces más vestidos de los que podáis usar. ¿Dónde está la justicia de tal retribución? Si yo fuera el mayor benefactor de la humanidad que se haya conocido, ¿es una razón para que se me otorgue algo que no necesito, en tanto que hay miles de personas que lo requieren de un modo indispensable? Esa riqueza superflua sólo podrá servirme para una estúpida ostentación y la provocación de la envidia; quizá me proporcione el placer inferior de devolver al pobre, en nombre de la generosidad, una parte de algo a que aquél tiene justo derecho. En suma, sólo me servirá para estimular prejuicios, errores y vicios.

La doctrina de la injusticia de la propiedad monopolizada se halla en los fundamentos de toda moral religiosa. Ésta incita a los hombres a reparar tal injusticia, mediante el ejercicio de la virtud individual. Los más celosos predicadores de la religión, se han visto obligados a pronunciar rigurosas verdades al respecto. Enseñaron a los ricos que debían considerarse simples depositarios de los bienes de que disponían, sintiéndose responsables hasta de la menor porción de riqueza gastada, a modo de meros administradores y no de amos absolutos. Pero el defecto de esta doctrina consiste precisamente en que sólo incita a paliar el mal en vez de extirpado de raíz.

Encierra esa doctrina, sin embargo, una verdad esencial. No hay acción humana y, sobre todo, no hay acción relativa a la propiedad, que no esté sujeta a las nociones de lo bueno y de lo malo y a cuyo respecto la moral y la razón no puedan prescribir normas específicas de conducta. El que reconozca que los demás hombres son de igual naturaleza que él mismo y sea capaz de imaginar el juicio que su conducta pueda merecer a los ojos de un observador imparcial, tendrá la sensación clara y precisa de que el dinero que invierte en la adquisición de objetos fútiles o innecesarios, es un dinero injustamente derrochado, puesto que podría emplearse en la obtención de cosas substanciales e indispensables para la existencia de otros hombres. Su espíritu ecuánime le dirá que cada chelin debe ser invertido de acuerdo con las exigencias de la justicia. Pero sufrirá por su ignorancia acerca del modo de cumplir los mandatos de la justicia y de servir a la utilidad general.

¿Hay alguien que ponga en duda la verdad de esas observaciones? ¿No se admitirá acaso que cuando empleo cualquier suma de dinero, pequeña o grande, en la compra de un objeto superfluo, he incurrido en una injusticia? Es tiempo ya de que todo eso sea plenamente comprendido. Es tiempo ya de que desechemos por completo los términos de virtud y justicia o bien de que reconozcamos de una vez que no nos autorizan a acumular lujo mientras nuestros semejantes carecen de lo indispensable para su vida y su felicidad.

En tanto que las religiones inculcan a los hombres los principios puros de la justicia, sus maestros e intérpretes se han esforzado en presentar la práctica de aquellos principios; no como una deuda a la que debe hacerse honor, sino como un hecho librado a la generosidad y a la espontaneidad de cada uno. Han exhortado al rico a que sea clemente y misericordioso con el pobre. En consecuencia, cuando los ricos destinan la particula más insignificante de sus bienes a lo que suelen llamar actos de caridad, se sienten engreídos como benefactores de la especie, en lugar de considerarse culpables por lo mucho que retienen indebidamente.

En realidad las religiones constituyen siempre una componenda con los prejuicios y las debilidades de los hombres. Los creadores de religiones hablaron al mundo en el lenguaje que éste quería escuchar. Pero ya es tiempo de que dejemos de lado las enseñanzas que son convenientes para mentalidades pueriles y de que estudiemos los principios y la naturaleza de las cosas. Si la religión nos enseña que todos los hombres deben recibir lo necesario para la satisfacción de sus necesidades, debemos concluir por nuestra cuenta que una distribución gratuita realizada por los ricos constituye un modo muy indirecto y sumamente ineficaz de lograr aquel objetivo. La experiencia de todas las edades nos demuestra que semejante método produce resultados muy precarios. Su único resultado consiste en permitir a la minoría que disfruta de la riqueza común, exhibir su generosidad a costa de algo que no le pertenece, obteniendo la gratitud de los pobres mediante el pago parcial de una deuda. Es un sistema basado en la caridad y la clemencia, no en la justicia. Colma al rico de injustificada soberbia e inspira servil gratitud al pobre, acostumbrado a recibir el menguado bien que se le otorga, no como algo que se le adeuda, sino como donativo gracioso de los opulentos señores.

William Godwin
The Inquiry concerning Political Justice, and its Influence on General Virtue and Happiness (1793)

Importancia de negarse al servicio militar

jueves, febrero 7th, 2013

Detalle de ""I Bersaglieri alla presa di Porta Pia" de Michelle Cammarano

Extracto de un breve ensayo escrito por Lev Tolstói, novelista ruso (1828 – 1910) y uno de los más famosos exponentes del anarquismo cristiano y pacifista.

Existe un proverbio ruso que dice: Puedes desobedecer a tu padre y a tu madre, pero obedecerás a la piel del asno, es decir, al tambor. Y este proverbio se aplica hasta en el propio sentido, a los hombres de nuestro tiempo que no han aceptado la doctrina de Cristo, o que la aceptan deformada por la Iglesia, en cuya esencia deben renegar a todo sentimiento humano y no obedecer más que al tambor. Y una sola cosa puede libertar del tambor: la profesión de la verdadera doctrina de Cristo.

A los pueblos europeos les ha parecido bien trabajar para establecer nuevas formas de vida, elaboradas desde hace largo tiempo en las conciencias, y siempre es el antiguo despotismo grosero quien guía la vida, y las nuevas concepciones de la vida no solamente no se han realizado, sino que hasta las antiguas, aquellas que la conciencia humana ha denunciado desde hace tanto tiempo, por ejemplo, la esclavitud, la explotación de los unos por los otros en provecho del lujo y de la ociosidad; los suplicios y las guerras se afirman cada dla de una manera cruel. La causa, es que no existe una definición del bien y del mal aceptada por todos los hombres, de manera que, cualquiera que sea la forma de la vida puesta en práctica, ha de ser sostenida por la violencia.

Al hombre le pareciera hermoso inventar la forma superior de la vida social, garantizando, a su parecer, la libertad y la igualdad, no podría librarse la violencia, puesto que él mismo es un violador.

He aquí por qué causa, y por grande que sea el despotismo de los gobernantes, por terribles que sean los males a que este despotismo somete a los hombres, el hombre ligado a la vida social tendrá que verse sometido siempre a él. Este hombre, o aplicará su inteligencia a justificar la violencia existente y a encontrar lo que es malo, o se consolará pensando en que muy pronto ha de hallar el medio de derribar al gobierno y de establecer otro, tan bueno, que transformará todo lo que ahora es malo. Y, en espera de que se realice este cambio, rápido o lento, de las formas existentes, cambio con el cual espera la salvación, obedecerá con servilismo a los gobiernos que existen, sean las que sean, y cualquiera que sean sus exigencias, cierto es que no aprueba el poder que, en un momento dado, emplea la violencia, pero no solamente no niega la violencia, ni los medios de emplearle, sino, que les juzga necesarios. Y, por esta causa siempre obedecerá a la violencia gubernamental existente. El hombre social es un violador, e inevitablemente ha de ser también un esclavo.

La sumisión con la cual, y sobre todo los europeos que tan orgullosos se muestran de la libertad, han aceptado una de las medidas más despóticas, más afrentosas que jamás han podido inventar los tiranos como lo es el servicio militar obligatorio, lo prueba más que nada. El servicio militar obligatorio, aceptado sin contradicción por todos los pueblos, sin revolucionarse, hasta con júbilo liberal, es una prueba resplandeciente de la imposibilidad para el hombre social para librarse de la violencia y para modificar el estado de cosas existentes.

¿Qué situación puede ser la más insensata, más sensible a la que se encuentran ahora los pueblos europeos que gastan la mayor parte de sus recursos en preparar las cosas necesarias para destruir a sus vecinos, a hombres con quienes nada les separa y con los cuales viven en la más estrecha comunión espiritual? ¿Qué puede haber de más terrible para ellos, que tener siempre pendiente el que un loco que se llama emperador diga algo que pueda serle desagradable a otro loco semejante? ¡Qué de más terrible que todos esos medios de destrucción inventados cada día: cañones, bombas, granadas, metralla, pólvora sin humo, torpederos y otros ingenios de muerte! Y sin embargo todos los hombres, como las bestias empujadas por el látigo hacia el hacha irán con docilidad allí donde se les envíe, perecerán sin sublevarse y matarán a otros hombres hasta sin preguntarse por qué lo hacen, y no sólo no se arrepentirán de ello, sino que se mostrarán orgullosos de esos cíntajos que se les autorizará para llevar por haber matado mucho, y levantarán monumentos al desgraciado loco, al criminal que les ha obligado a cometer actos semejantes.

Los hombres de la Europa liberal se regocijan de que esté prohibido escribir toda clase de tonterías y de pronunciar cuanto les plazca en banquetes, en mitines, en las cámaras, y se creen completamente libres, lo mismo que los bueyes que pacen en el prado del carnicero se creen libres en absoluto. Y sin embargo, tal vez nunca el despotismo del poder ha causado tantas desgracias a los hombres como ahora, ni les ha despreciado tanto como hoy. Nunca el descaro de los violadores y la cobardia de sus víctimas ha alcanzado el grado que contemplamos.

Al presentarse los jóvenes en los cuarteles, les acompañan los padres y las madres, y hasta los mismos que han prometido matar. Es evidente que no hay humillación ni vergüenza que no soporten los hombres de la actualidad. No hay cobardia ni crimen que no cometan, si esto les causa el menor placer y les libra del peligro más insignificante. Nunca la violencia del poder y la depravación de los dominados llegó a tal extremo. Ha habido siempre y hay entre los hombres en posesión de su fuerza moral algo que tienen por sagrado, que no pueden ceder a ningún precio, en nombre de lo cual están prontos a soportar privaciones, sufrimientos, hasta la muerte; algo que no cambiarian por ningún bien material. Y casi cada hombre, por poco desarrollado que esté, lo posee. Decidle a un campesino ruso que escupa a la ostia o blasfeme del altar y morirá antes que hacerlo. Está engañado, cree que las imágenes son sagradas y no tiene por tal lo que verdaderamente lo es (la vida humana) pero tiene por ley a una cosa sagrada que no cedería por nada. Hay un limite a la sumisión, hay en él un hueso que no se dobla. ¿Pero en dónde está este hueso en el civilizado que no se vende como esclavo al gobierno? ¿Cuál es la cosa sagrada que nunca abandonará? No existe; es completamente mudo y se pliega por entero. Si existiera para él alguna cosa sagrada, entonces, juzgando por todo lo que se cuenta en su sociedad con hipócrita patopeya, esa cosa debería ser la humanidad, es decir, el respeto del hombre en sus derechos, en su libertad, en su vida. ¿Y qué? Él, el sabio instruido que en las escuelas superiores ha aprendido todo lo que la inteligencia humana ha elaborado antes que él, él que se coloca por encima de la multitud, él que habla de continuo de la libertad, de los derechos, de la intangibilidad de la vida humana, se le coge, se le reviste con un traje grotesco, se le manda levantarse, saludar, humillarse, ante todos los que tienen un grado más en su uniforme, prometer que matará a sus hermanos y a sus padres, y está pronto a todo esto, pregunta únicamente cuándo y cómo se le ordenará. Mañana, una vez libre, volverá de nuevo y con más ahinco a predicar los derechos de la libertad, de la intangibilidad de la vida humana, etc., etc.

¡Y ya lo veis! ¡Con tales hombres que prometen matar a sus padres, los liberales, los socialistas, los anarquistas, en general los hombres sociales, piensan organizar una sociedad en donde el hombre sea libre! ¡Pero qué sociedad moral y razonable puede edificarse con semejantes hombres! Con semejantes hombres, en cualquiera combinación en que se les meta no se puede formar más que un rebaño de animales dirigidos por los gritos y los látigos de los pastores.

Un fardo pesado ha caído sobre los hombros de los hombres y les aplasta, y los hombres aplastados cada vez más, buscan la manera de librarse de él.

Saben que uniendo sus fuerzas podrían levantar el fardo y volcarle, pero no pueden ponerse de acuerdo sobre la manera de hacerlo, y cada cual se inclina cada vez más, dejando que el fardo se apoye sobre los hombros de los otros. Y el fardo les aplasta cada vez más, y todos hubiesen ya perecido, si no hubiese quién les guiara en algunos actos, no por las consideraciones de las consecuencias exteriores de los actos, y sí por el acuerdo de los ritos con la conciencia.

Lev Tolstói

(*) Leer ensayo completo