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La abolición del trabajo (el arte de jugar la vida)

miércoles, abril 25th, 2012

Detalle de "Mineros bolivianos" de Manuel López Acosta

Bob Black es un anarquista estadounidense contemporáneo conocido principalmente por sus ideas críticas de la sociedad basada en el trabajo. Se lo asocia a la corriente de la anarquía postizquierda.

La abolición del trabajo es el texto más conocido de Black. Allí se apoyó en las ideas de intelectuales revolucionarios como Charles Fourier, William Morris, Paul Goodman, Marshall Sahlins y Paul Lafargue. Allí argumenta en contra de la subordinación de la vida de las personas por el esquema del trabajo en donde se las obliga a una vida dedicada a la producción y consumo de mercancías.

La abolición del trabajo

Nadie debería trabajar.

El trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo. Casi todos los males que puedas mencionar provienen del trabajo, o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir, tenemos que dejar de trabajar.

Esto no significa que tenemos que dejar de hacer cosas. Significa crear una nueva forma de vivir basada en el juego; en otras palabras, una convivencia lúdica, comensalismo, o tal vez incluso arte. El juego no es sólo el de los niños, con todo y lo valioso que éste es. Pido una aventura colectiva en alegría generalizada y exhuberancia libremente interdependiente. El juego no es pasivo. Sin duda necesitamos mucho mas tiempo para la simple pereza y vagancia que el que tenemos ahora, sin importar los ingresos y ocupaciones, pero, una vez recobrados de la fatiga inducida por el trabajo, casi todos nosotros queremos actuar. El Oblomovismo y el Estajanovismo son dos lados de la misma moneda despreciada.

La vida lúdica es totalmente incompatible con la realidad existente. Peor para la «realidad», ese pozo gravitatorio que absorbe la vitalidad de lo poco en la vida que aún la distingue de la simple supervivencia. Curiosamente — o quizás no — todas las viejas ideologías son conservadoras porque creen en el trabajo. Algunas de ellas, como el Marxismo y la mayoría de las ramas del anarquismo, creen en el trabajo aún mas fieramente porque no creen en casi ninguna otra cosa [1].

Los liberales dicen que deberíamos acabar con la discriminación en los empleos. Yo digo que deberíamos acabar con los empleos. Los conservadores apoyan leyes del derecho-a-trabajar. Siguiendo al yerno descarriado de Karl Marx, Paul Lafargue, yo apoyo el derecho a ser flojo. Los izquierdistas favorecen el empleo total. Como los surrealistas — excepto que yo no bromeo — favorezco el desempleo total. Los Troskistas agitan por una revolución permanente. Yo agito por un festejo permanente. Pero si todos las ideólogos defienden el trabajo (y lo hacen) — y no sólo porque planean hacer que otras personas hagan el suyo — son extrañamente renuentes a admitirlo. Hablan interminablemente acerca de salarios, horas, condiciones de trabajo, explotación, productividad, rentabilidad. Hablarán alegremente sobre todo menos del trabajo en sí mismo. Estos expertos que se ofrecen a pensar por nosotros raramente comparten sus ideas sobre el trabajo, pese a su importancia en nuestras vidas. Discuten entre ellos sobre los detalles. Los sindicatos y los patronos concuerdan en que deberíamos vender el tiempo de nuestras vidas a cambio de la supervivencia, aunque regatean por el precio. Los Marxistas piensan que deberíamos ser mandados por burócratas [2]. Los anarco-capitalistas piensan que deberíamos ser mandados por empresarios. A las feministas no les importa cuál sea la forma de mandar, mientras sean mujeres las que manden. Es claro que estos ideo-locos tienen serias diferencias acerca de cómo dividir el botín del poder. También es claro que ninguno de ellos tiene objeción alguna al poder en sí mismo, y todos ellos desean mantenernos trabajando.

Debes estar preguntándote si bromeo o hablo en serio. Pues bromeo y hablo en serio. Ser lúdico no es ser ridículo. El juego no tiene que ser frívolo, aunque la frivolidad no es trivialidad: con frecuencia debemos tomar en serio la frivolidad. Deseo que la vida sea un juego — pero un juego con apuestas altas. Quiero jugar para ganar.

La alternativa a trabajar no es el ocio sólamente. Ser lúdico no es ser estático. Aunque valoro el placer de la pereza, nunca es mas satisfactoria que cuando sirve de intermedio entre otros placeres y pasatiempos. Tampoco promuevo esa válvula de seguridad disciplinada y gerenciada llamada «tiempo libre»; nada de eso. El tiempo libre es no trabajar por el bien del trabajo. El tiempo libre es tiempo gastado en recobrarse del trabajo, y en el frenético pero inútil intento de olvidarse del trabajo. Mucha gente regresa de sus vacaciones tan agotada que desean volver al trabajo para descansar. La diferencia principal entre el tiempo libre y el trabajo es que al menos te pagan por tu alienación y agotamiento.

No estoy jugando a las definiciones. Cuando digo que quiero abolir el trabajo, me refiero justo a lo que digo, pero quiero decir a lo que me refiero definiendo mis términos de formas no idiosincráticas. Mi definición mínima del trabajo es labor forzada, es decir, producción impuesta. Ámbos elementos son esenciales. El trabajo es producción impuesta por medios económicos o políticos, por la zanahoria o el látigo (la zanahoria es sólo el látigo por otros medios). Pero no toda creación es trabajo. El trabajo nunca es hecho por amor al trabajo mismo, sino para obtener un producto o resultado que el trabajador (o, con mas frecuencia, alguien más) recibe del mismo. Esto es lo que el trabajo debe ser. Definirlo es despreciarlo. Pero el trabajo es usualmente peor de lo que indica su definición. La dinámica de dominación contenida por el trabajo tiende a desarrollarse con el tiempo. En las sociedades avanzadas e infestadas de trabajo, incluyendo todas las sociedades industriales, capitalistas o «comunistas», el trabajo siempre adquiere otros atributos que lo hacen aún más nocivo.

Usualmente — y esto es aún más cierto en los países «comunistas» que en los capitalistas, donde el estado es casi el único patrono y todos són empleados — el trabajo es asalariado, lo que significa venderte a tí mismo a plazos. Así que el 95% de los estadounidenses que trabajan, trabajan para alguien (o algo) más. En la URSS o Cuba o Yugoslavia o cualquier otro modelo alternativo que puedas mencionar, la cifra correspondiente se aproxima al 100%. Solo los fortificados bastiones de campesinos del Tercer Mundo — Méjico, India, Brasil, Turquía — albergan temporalmente concentraciones significativas de agricultores que perpetúan el acuerdo tradicional de la mayoría de los trabajadores en los últimos milenios: el pago de impuestos (= rescate) al estado o renta a los parasíticos terratenientes, a cambio de que les dejen en paz en todo lo demás. Incluso éste simple trato empieza a verse agradable. Todos los trabajadores industriales (y de oficina) se encuentran bajo el tipo de supervisión que asegura la servilidad.

Pero el trabajo moderno tiene peores implicaciones. La gente no sólo trabaja, tienen «empleos». Una persona realiza una tarea productiva todo el tiempo «¡o si no…!». Aún si la tarea tiene aunque sea un átomo de interés intrínseco (y cada vez menos trabajos lo tienen) la monotonía de su obligatoriedad exclusiva elimina su potencial lúdico. Un «empleo» que podría atraer la energía de algunas personas, por un tiempo razonable, por pura diversión, es tan sólo una carga para aquellos que tienen que hacerlo por cuarenta horas a la semana sin voz ni voto sobre cómo debería hacerse, para beneficio de propietarios que no contribuyen en nada al proyecto, y sin oportunidad de compartir las tareas o distribuir el trabajo entre aquellos que tienen que hacerlo. Este es el verdadero mundo del trabajo: Un mundo de estupidez burocrática, de acoso sexual y discriminación, de jefes cabeza hueca explotando y descargando la culpa sobre sus subordinados, quienes — según cualquier criterio técnico-racional — deberían estar dirigiendo todo. Pero el capitalismo en el mundo real sacrifica la maximización racional de la productividad y el beneficio ante las exigencias del control organizacional.

La degradación que experimentan la mayoría de los trabajadores es la suma de varias indignidades que pueden ser denominadas como «disciplina». Foucault ve este fenómeno de manera complicada, pero es muy simple. La disciplina consiste en la totalidad de los controles totalitarios en el lugar de trabajo — supervisión, movimientos repetitivos, ritmos de trabajo impuestos, cuotas de producción, marcar tarjeta, etc. La disciplina es lo que la fábrica, la oficina y la tienda comparten con la cárcel, la escuela y el hospital psiquiátrico. Es algo históricamente nuevo y horrible. Va más allá de las capacidades de los dictadores demoníacos de antaño como Nerón y Gengis Khan e Iván el Terrible. Pese a sus malas intenciones, ellos no tenían la maquinaria para controlar a sus súbditos tan completamente como los déspotas modernos. La disciplina es el modo de control moderno, especialmente diabólico, es una irrupción novedosa que debe ser detenida a la primera oportunidad.

Eso es el «trabajo». El juego es todo lo contrario. El juego es siempre voluntario. Lo que de otro modo sería un juego, es trabajo si es forzado. Esto es axiomático. Bernie de Koven ha definido el juego como la «suspensión de las consecuencias». Esto es inaceptable si significa que el juego es inconsecuente. No es que el juego no tenga consecuencias. Eso sería rebajar al juego. El asunto es que las consecuencias, si las hay, són gratuitas. El jugar y el dar están estrechamente relacionados, son facetas conductuales y transaccionales del mismo impulso, el instinto-de-jugar. Ámbos comparten un desdén aristocrático hacia los resultados. El jugador recibe algo al jugar; es por eso que juega. Pero la recompensa principal es la experiencia de la actividad misma (cualquiera que sea). Algunos estudiosos del juego, normalmente atentos (como el Homo Ludens de Johan Huizinga), lo definen como «seguir reglas». Respeto la erudicción de Huizinga pero rechazo enfáticamente sus restricciones. Existen buenos juegos (ajedrez, baseball, monopolio, bridge) que están regidos por reglas, pero hay mucho mas en jugar que seguir reglas. La conversación, el sexo, el baile, los viajes — estas prácticas no siguen reglas, pero son juegos sin la menor duda. Y es posible jugar con las reglas tanto como con cualquier otra cosa.

El trabajo hace de la libertad una burla. El discurso oficial dice que todos tenemos derechos y vivimos en una democracia. Otros desafortunados que no són libres como nosotros tienen que vivir en estados policiales. Estas víctimas obedecen órdenes «¡o si no…!», sin importar cuán arbitrarias. Las autoridades les mantienen bajo supervisión constante. Los burócratas del Estado controlan hasta los detalles más pequeños de la vida diaria. Los oficiales que les empujan de un lado a otro sólo responden ante sus superiores, públicos o privados. De cualquier modo, la disensión y la desobediencia són castigados. Los informantes reportan regularmente a las autoridades. Se supone que todo esto es muy malo.

Y lo es, exepto que no es sino una descripción del puesto de trabajo moderno. Los liberales y conservadores y anarco-capitalistas que lamentan el totalitarismo són falsos e hipócritas. Hay mas libertad en cualquier dictadura moderadamente desestalinizada que en el típico puesto de trabajo estadounidense. Encuentras el mismo tipo de jerarquía y disciplina en una oficina o fábrica que en una cárcel o monasterio. De hecho, como Foucault y otros han mostrado, las cárceles y las fábricas surgieron casi al mismo tiempo, y sus operadores copiaron conscientemente las técnicas de control de unas y de otras. Un trabajador es un esclavo de medio tiempo. El jefe dice cuándo llegar, cuándo irse, y qué hacer entre los dos. Te dice cuánto trabajo hacer y qué tan rápido. Puede llevar su control hasta extremos humillantes, regulando, si le da la gana, las ropas que llevas o qué tan a menudo puedes ir al baño. Con unas pocas excepciones, puede despedirte por cualquier razón, o sin razón. Eres espiado por informantes y supervisores, amasa un expediente de cada empleado. Contestarle es llamado «insubordinación», como si el trabajador fuese un niño malo, y no sólo hace que te despidan, te descalifica para compensación de desempleo. Sin aprobarlo necesariamente para ellos tampoco, hay que señalar que los niños en la casa y en la escuela reciben un tratamiento similar, en este caso justificado por su supuesta inmadurez. ¿Qué nos dice ésto acerca de sus padres y maestros que trabajan?

El humillante sistema de dominación que he descrito rige sobre la mitad de las horas de vigilia de una mayoria de mujeres y la vasta mayoría de los hombres por décadas, por la mayor parte de sus vidas. Para ciertos propósitos, no es del todo erróneo llamar a nuestro sistema democracia o capitalismo o — mejor aún — industrialismo, pero sus verdaderos nombres són fascismo de fábrica y oligarquía de oficina. Quien diga que esta gente es «libre» es un mentiroso o un estúpido. Eres lo que haces. Si haces trabajo aburrido, estúpido y monótono, lo mas probable es que tú mismo acabarás siendo aburrido, estúpido y monótono. El trabajo explica la creciente cretinización a nuestro alrededor mucho mejor que otros mecanismos idiotizantes como la televisión y la educación. Quienes viven marcando el paso todas sus vidas, llevados de la escuela al trabajo y enmarcados por la familia al comienzo y el asilo al final, están habituados a la jerarquía y esclavizados psicológicamente. Su aptitud para la autonomía se encuentra tan atrofiada, que su miedo a la libertad es una de sus pocas fobias con base racional. El entrenamiento de obediencia en el trabajo se traslada hacia las familias que inician, reproduciendo así el sistema en más de una forma, y hacia la política, la cultura y todo lo demás. Una vez que absorbes la vitalidad de la gente en el trabajo, es probable que se sometan a la jerarquía y la experticia en todo. Están acostumbrados a ello.

Vivimos tan cerca del mundo del trabajo que no vemos lo que nos hace. Tenemos que basarnos en observadores externos de otros tiempos u otras culturas para apreciar el extremismo y la patología de nuestra posición presente. Hubo un tiempo en nuestro pasado en que la «ética del trabajo» hubiese sido incomprensible, y quizás Weber comprendió algo importante cuando conectó su aparición con una religión, el Calvinismo, que si hubiese aparecido hoy, en vez de hace cuatro siglos, hubiese sido llamado acertadamente una secta. De cualquier forma, sólo tenemos que usar la sabiduría de la antiguedad para poner el trabajo en perspectiva. Los antiguos veían el trabajo tal como era, y su punto de vista prevaleció, pese a los locos calvinistas, hasta que fué desterrado por el industrialismo — pero no ántes de ser promovido por sus profetas.

Imaginemos por un momento que el trabajo no convierte a la gente en sumisos atontados. Imaginemos, contra cualquier psicología creíble y contra la ideología de sus defensores, que no tiene efecto en la formación del carácter. E imaginemos que el trabajo no es tan aburrido, agotador y humillante como todos sabemos que realmente es. Aún así, el trabajo sigue siendo una burla de todas las aspiraciones democráticas y humanísticas, sólo porque usurpa tanto de nuestro tiempo. Sócrates dijo que los trabajadores manuales suelen ser malos amigos y malos ciudadanos, porque no tienen tiempo de cumplir con las responsabilidades de la amistad y la ciudadanía. Tenía razón. A causa del trabajo, sin importar lo que hagamos, nos la pasamos mirando los relojes. La única cosa «libre» sobre el llamado tiempo libre es que no le cuesta nada al jefe. El tiempo libre está dedicado en su mayoría a prepararse para ir al trabajo, ir al trabajo, regresar del trabajo, y recobrándose del trabajo. El tiempo libre es un eufemismo para la manera peculiar en que el trabajador, como factor de producción, no sólo se transporta a sí mismo, a sus propias expensas, desde y hacia el puesto de trabajo, sino que además asume la responsabilidad por su propio mantenimiento y reparación. El carbón y el acero no hacen eso. Las máquinas fresadoras y las de escribir no hacen eso. Pero los empleados lo hacen. Con razón Edward G. Robinson, en una de sus películas de gangsters, exclamó «¡el trabajo es para los estúpidos!»

Platón y Jenofonte atribuyen a Sócrates, y obviamente comparten con él, una comprensión de los efectos destructivos del trabajo en el trabajador como ciudadano y como ser humano. Herodoto identificó el desprecio por el trabajo como un atributo de los griegos clásicos en la cumbre de su cultura. Cicerón dijo que «quien da su labor a cambio de dinero se vende a sí mismo, y se coloca al mismo nivel que los esclavos». Su candor es raro ahora, pero las sociedades primitivas contemporáneas a las que solemos ver con desprecio nos proveen de portavoces que han intrigado a los antropólogos de Occidente. Los Kapaku de Irián del Oeste, según Posposil, tienen una concepción de balance en la vida, y por ello trabajan un día si y otro no, el día de descanso destinado a «recobrar el poder y salud perdidos». Nuestros antepasados, incluso en el siglo dieciocho, cuando ya habían recorrido la mayor parte del camino hacia nuestro actual predicamento, al menos sabían lo que nosotros hemos olvidado, el lado siniestro de la industrialización. Su devoción religiosa a «San Lunes» — con lo cual establecieron una semana laboral de cinco días 150-200 años antes de su consagración legal — era la desesperación de los primeros propietarios de fábricas. Les tomó un largo tiempo someterse a la tiranía de la campana, predecesora del reloj. De hecho, se necesitó una generación o dos para reemplazar adultos varones con mujeres acostumbradas a la obediencia y niños que podían ser moldeados para ajustarse a las necesidades industriales. Incluso los campesinos explotados del Antíguo Régimen le sustraían un tiempo sustancial a su trabajo para el Señor. De acuerdo a Lafargue, un cuarto del calendario de los campesinos franceses estaba dedicado a domingos y días festivos, y las cifras de Chayanov sobre los poblados de la Rusia Zarista — nada más lejos de una sociedad progresista — también muestra que un cuarto o quinto de los días de los campesinos se dedicaba al reposo. Controlando para la productividad, estamos obviamente muy por detrás de éstas sociedades atrasadas. Los muziks explotados se preguntarían porqué cualquiera de nosotros se molesta siquiera en trabajar. También nosotros deberíamos.

Sin embargo, para captar completamente la enormidad de nuestro deterioro, consideremos la condición original de la humanidad, sin gobierno o propiedad, cuando vagábamos como cazadores-recolectores. Hobbes decía que la vida era violenta, brutal y breve. Otros asumen que la vida era una lucha desesperada y sin cuartel por la subsistencia, una guerra contra la naturaleza, con la muerte y el desastre esperando a los desafortunados o a cualquiera que no estuviese a la altura del desafío de la lucha por la existencia. En realidad, todo eso era una proyección de los miedos ante el colapso de la autoridad del gobierno sobre comunidades que no estaban acostumbradas a vivir sin él, como la Inglaterra de Hobbes durante la Guerra Civil. Los compatriotas de Hobbes ya habían encontrado formas de sociedad alternativas que ilustraban otras formas de vida — en Norte América, en particular — pero incluso éstas se hallaban demasiado lejos de su experiencia para ser comprensibles. (Las clases bajas, mas cercanas a la condición de los indios, lo entendieron mejor y a menudo la encontraron atractiva. A lo largo del siglo diecisiete, muchos colonos ingleses desertaron para unirse a las tribus o, habiendo sido capturados en la guerra, se rehusaron a volver. Pero los indios no desertaban a las colonias inglesas, al igual que los alemanes nunca saltan el Muro de Berlín hacia el Este). La versión de la «supervivencia del más apto» — la versión de Thomas Huxley — del Darwinismo era más una crónica de las condiciones económicas de la Inglaterra victoriana que de la selección natural, como lo demostró el anarquista Kropotkin en su libro El Apoyo Mutuo, Un Factor de la Evolución. (Kropotkin era un científico — un geógrafo — que tuvo amplias oportunidades involuntariamente para hacer trabajo de campo mientras estaba exiliado en Siberia: sabía de lo que estaba hablando). Como la mayoría de las teorías sociales y políticas, las historias que Hobbes y sus sucesores contaban eran en realidad autobiografías.

El antropólogo Marshall Sahlins, examinando datos sobre cazadores-recolectores contemporáneos, deshizo el mito Hobbesiano en un artículo titulado La sociedad afluente original. Ellos trabajan mucho menos que nosotros, y su trabajo es difícil de distinguir de lo que llamamos juego. Sahlins concluyó que «los cazadores y recolectores trabajan menos que nosotros; y más que un trabajo contínuo, la búsqueda de comida es intermitente, el tiempo libre es abundante, y pasan más tiempo durmiendo durante el día, por persona y año, que en cualquier otra condición de la sociedad». Trabajaban un promedio de cuatro horas por día, asumiendo que «trabajasen» en lo absoluto. Su «labor», tal como nos parece a nosotros, era labor especializada que ejercía sus facultades intelectuales y físicas; labor no especializada en gran escala, como dice Sahlins, es imposible excepto bajo el industrialismo. Por tanto, satisfacía la definición de juego según Friedrich Schiller, la única ocasión en que el hombre realiza su completa humanidad al dar completa expresión a ámbos lados de su naturaleza: pensar y sentir. Como él decía: «El animal trabaja cuando es la privación lo que lo motiva, y juega cuando la plenitud de su fuerza es su motivador, cuando la vida superabundante es su propio estímulo para la actividad». (Una versión moderna — dudosamente mjorada — es la contraposición, hecha por Abraham Maslow, entre motivación por «deficiencia» y por «crecimiento») El juego y la libertad són, en lo que se refiere a la producción, coextensivos. Aún Marx, quien pertenece (pese a sus buenas intenciones) al panteón productivista, observó que «el reino de la libertad no comienza hasta que se ha sobrepasado la necesidad de laborar bajo la compulsión de la necesidad y la utilidad externa». Él nunca pudo llegar a identificar esta feliz circunstancia como lo que es, la abolición del trabajo — es más bien anómalo, después de todo, estar a favor de los trabajadores y en contra del trabajo — pero nosotros sí podemos.

El deseo de retroceder (o avanzar) hacia una vida sin trabajo es evidente en cada historia social o cultural seria de la Europa preindustrial, entre ellas Inglaterra en transición de M. Dorothy George y Cultura popular a comienzos de la Europa moderna de Peter Burke. También es pertinente el ensayo de Daniel Bell, El trabajo y sus descontentos, el primer texto, según creo, en referirse a la «rebelión contra el trabajo» con esas mismas palabras y, si hubiese sido comprendido, hubiese sido una importante corrección a la complacencia que suele asociarse con el volúmen en que fué incluído, El Fin de la ideología. Ni sus críticos ni sus celebrantes han notado que la tesis sobre el fin-de-la-ideología de Bell no se refería al fin de la lucha social, sino el comienzo de una nueva fase, no restringida ni dirigida por ideologías. Fué Seymour Lipset (en El hombre político), no Bell, quien anunció al mismo tiempo que «los problemas fundamentales de la Revolución Industrial han sido resueltos», tan sólo algunos años antes de que los descontentos post- o meta-industriales entre los estudiantes universitarios hicieran a Lipset abandonar la universidad de Berkeley y buscar la tranquilidad relativa (y temporal) de Harvard.

Como indica Bell, Adam Smith en su Riqueza de las Naciones, pese a su entusiasmo por el mercado y la división del trabajo, estaba más alerta (y era más honesto) sobre el lado oscuro del trabajo, que Ayn Rand o los economistas de Chicago o cualquiera de los modernos seguidores de Smith. Como observó Smith: «el entendimiento de la mayoría de los hombres se forma necesariamente por sus ocupaciones habituales. El hombre que se pasa la vida efectuando unas cuantas operaciones simples… no tiene ocasión de ejercer su entendimiento… Por lo general se vuelve tan estúpido e ignorante como es posible que una criatura humana llegue a serlo.» He aquí, en pocas y simples palabras, mi crítica del trabajo. Bell, escribiendo en 1956, la Edad de Oro de la imbecilidad Eisenhoweriana y autosatisfacción estadounidense, identificó la crisis desorganizada e inorganizable de los setenta y más allá, la crisis que ninguna tendencia política es capaz de canalizar, la crisis que fué identificada en el reporte de la HEW, El trabajo en América, la crisis que no puede ser aprovechada y, por lo tanto, es ignorada. Esa crisis es la rebelión contra el trabajo. No figura en ningún texto de ningún economista del laisez-faire — Milton Friedman, Murray Rothbard, Richard Posner — porque, en sus términos, como solían decir en Viaje a las Estrellas, «no computa».

Si estas objeciones, formadas por el amor a la libertad, no convencen a los humanistas de tipo utilitario e incluso paternalista, existen otras que ellos no pueden despreciar. Para fusilarme el título de un libro: el trabajo es nocivo para tu salud. De hecho, el trabajo es asesinato en masa o genocidio. Directa o indirectamente, el trabajo matará a la mayoría de los que lean estas palabras. Entre 14.000 y 25.000 trabajadores mueren en este país anualmente en el lugar de trabajo. Mas de dos millones quedan deshabilitados. De veinte a veinticinco millones són heridos cada año. Y estas cifras se basan en una estimación muy conservadora acerca de qué constituye una herida relacionada con el trabajo. Por ejemplo, no cuentan el medio millón de casos de enfermedad ocupacional cada año. Hojeé un libro de texto médico sobre enfermedades ocupacionales y tenía 1.200 páginas. Incluso esto apenas es la punta del iceberg. Las estadísticas disponibles cuentan los casos obvios, como los 100.000 mineros que tienen el mal del pulmón negro, de quienes mueren 4.000 cada año, una tasa de mortalidad mucho mayor que la del SIDA, por ejemplo, que recibe tanta atención de los medios. Esto refleja la creencia sobreentendida de que el SIDA aflige a pervertidos que podrían controlar su depravación mientras que la extracción de carbón es una actividad sacrosanta e incuestionable. Lo que las estadísticas no muestran es que decenas de millones de personas ven reducidas sus expectativas de vida a causa del trabajo — que es lo que sigifica la palabra homicidio, después de todo. Considera a los doctores que trabajan hasta morir a los cincuenta y tantos. Considera a todos los otros adictos al trabajo.

Aún si no quedas muerto o inválido mientras trabajas, también puedes morir mientras vas al trabajo, regresas del trabajo, buscas trabajo, o tratas de olvidarte del trabajo. La gran mayoría de las víctimas del automóvil estaban realizando algunas de estas actividades obligadas por el trabajo, o cayeron víctimas de alguien que las hacía. A este conteo de cadáveres se debe añadir las víctimas de la contaminación auto-industrial y la adicción al alcohol y drogas inducida por el trabajo. Tanto el cáncer como las enfermedades cardíacas són aflicciones modernas cuyo orígen se puede rastrear, directa o indirectamente, hacia el trabajo [3].

El trabajo, entonces, institucionaliza el homicidio como forma de vida. La gente piensa que los Camboyanos estaban locos al exterminarse a sí mismos, pero ¿somos nosotros diferentes? El régimen de Pol Pot al menos tenía una visión, aunque borrosa, de una sociedad igualitaria. Nosotros matamos gente en el rango de las seis cifras (por lo menos) para vender Big Macs y Cadillacs a los que sobrevivan. Nuestras cuarenta o cincuenta mil muertes anuales en la autopista són víctimas, no mártires. Murieron por nada — o más bien, murieron por trabajar. Pero el trabajo no es algo por lo que valga la pena morir.

Malas noticias para los liberales: el trasteo regulatorio es inútil en este contexto de vida-o-muerte. La Administración de Seguridad y Salud Ocupacional estaba diseñada para vigilar la parte central del problema, la seguridad en el puesto de trabajo. Incluso antes de que Reagan y la Corte Suprema la deshabilitasen, la ASSO era una farsa. Incluso en los tiempos en que el presidente Carter le otorgaba fondos generosos (para la norma actual), un puesto de trabajo podía esperar una visita sorpresa de un inspector de la ASSO cada 46 años.

El control estatal de la economía no es solución. El trabajo es más peligroso en los países con socialismo de estado de lo que lo es aquí. Miles de obreros rusos murieron o resultaron heridos construyendo el metro de Moscú. Existen montones de historias sobre desastres nucleares soviéticos encubiertos que hacen que Times Beach o Three Mile Island parezcan simulacros de ataque aéreo de escuela primaria. Por otro lado, la desregulación, de moda actualmente, no ayudará y probablemente hará más daño. Desde el punto de vista de la salud y la seguridad, el trabajo estaba en su peor momento en aquellos días cuando la economía se acercaba más al libre mercado.

Historiadores como Eugenio Genovese han argumentado contundentemente que — como decían los defensores de la esclavitud de antaño — los trabajadores asalariados en los estados del Norte de la Unión y en Europa vivían peor que los esclavos en las plantaciones del Sur. Ningún reajuste de las relaciones entre los burócratas y los empresarios parece hacer mucha diferencia a nivel de quienes hacen la producción. Si se impusieran seriamente incluso las normas más vagas de la ASSO, la economía se estancaría por completo. Los vigilantes aparentemente se percatan de ello, ya que ni siquiera intentan arrestar a los malechores.

Lo que he dicho hasta ahora no debería ser controversial. Muchos trabajadores están hartos del trabajo. Las tasas de ausentismo, despidos, robo y sabotaje por parte de empleados, huelgas ilegales, y flojera general en el trabajo són altas y van subiendo. Podría haber un movimiento hacia un rechazo consciente y no sólo visceral del trabajo. Y sin embargo, el sentimiento prevalente, universal entre los patronos y sus agentes, y muy extendida entre los trabajadores mismos, es que el trabajo mismo es inevitable y necesario.

Yo discrepo. Ahora es posible abolir el trabajo y reemplazarlo, hasta donde sirve a propósitos útiles, con una multitud de nuevos tipos de actividades libres. Abolir el trabajo requiere ir hacia él desde dos direcciones, cuantitativa y cualitativa. Por el lado cuantitativo, hemos de recortar masivamente la cantidad de trabajo que se hace. En la actualidad, la mayor parte del trabajo es inútil o peor, y deberíamos deshacernos de él. Por el lado cualitativo — y pienso que esta es la base del asunto, y el punto de partida nuevo y revolucionario — hemos de tomar el trabajo útil que queda y transformarlo en una agradable variedad de pasatiempos parecidos al juego y la artesanía, que no se puedan distinguir de otros pasatiempos placenteros, excepto que sucede que generan productos útiles. Sin duda eso no los hará menos estimulantes. Entonces, todas las barreras artificiales del poder y la propiedad se vendrían abajo. La creación se convertiría en recreación. Y podríamos dejar de vivir temerosos los unos de los otros.

No estoy sugiriendo que la mayoría del trabajo pueda salvarse de esta manera. Pero la mayoría del trabajo no vale la pena salvarlo. Solo una fracción pequeña y menguante del trabajo sirve para algún propósito útil, aparte de la defensa y reproducción del sistema del trabajo y sus apéndices políticos y legales. Hace veinte años, Paul y Percival Goodman estimaron que sólo el cinco por ciento del trabajo que se hacía entonces — presuntamente la cifra, de ser exacta, es aún más baja ahora — bastaría para cubrir nuestras necesidades mínimas de comida, ropa, y techo. Su cálculo era sólo una aproximación educada, pero el punto clave está claro: directa o indirectamente, la mayor parte del trabajo sirve los propósitos improductivos del comercio o el control social. De inmediato podemos liberar a decenas de millones de vendedores, soldados, gerentes, policías, guardias, publicistas y todos los que trabajan para ellos. Es un efecto de avalancha, puesto que cada vez que dejas sin trabajo a un pez gordo, también liberas a sus lacayos y subordinados. Y entonces la economía implota.

El cuarenta por ciento de la fuerza laboral son trabajadores de cuello blanco, la mayoría de los cuales tienen algunos de los empleos más tediosos e idiotas jamás concebidos. Industrias enteras, seguros y bancos y bienes raíces por ejemplo, no consisten en nada más que mover papeles inútiles de un lado a otro. No es accidente que el «sector terciario», el sector de servicios, esté creciendo mientras el «sector secundario» (industria) se atasca y el «sector primario» (agricultura) casi desaparece. Porque el trabajo es innecesario excepto para aquellos cuyo poder asegura, los trabajadores son desplazados desde ocupaciones relativamente útiles a relativamente inútiles, como una medida para asegurar el órden público. Cualquier cosa es mejor que nada. Es por eso que no puedes irte a casa sólo porque terminaste temprano. Quieren tu tiempo, lo suficiente para que les pertenezcas, aún si no tienen uso para la mayor parte del mismo. De no ser así, ¿por qué la semana de trabajo promedio no ha disminuído mas que unos cuantos minutos en los últimos cincuenta años?

A continuación, podemos aplicar el machete al trabajo de producción mismo. No más producción de guerra, energía nuclear, comida chatarra, desodorante de higiene femenina — y por sobre todo, no más industria automovilística digna de ese nombre. Un Barco de Vapor Stanley o un automóvil Modelo-T ocasionales estaría bien, pero el auto-erotismo del cual dependen nidos de ratas como Detroit y Los Angeles queda fuera del mapa. Con esto, sin haberlo intentado siquiera, hemos resuelto la crisis de energía, la crisis ambiental y un montón de otros problemas sociales insolubles.

Finalmente, debemos deshacernos de la mayor de las ocupaciones, la que tiene el horario más largo, el salario más bajo, y algunas de las tareas más tediosas. Me refiero a las amas de casa y el cuidado de niños. Al abolir el trabajo asalariado y alcanzar el desempleo total, atacamos la división sexual del trabajo. El núcleo familiar como lo conocemos es una adaptación inevitable a la división del trabajo impuesta por el moderno trabajo asalariado. Te guste o no, tal como han sido las cosas durante los últimos cien o doscientos años, es económicamente racional que el hombre traiga el pan a la casa y que la mujer haga el trabajo sucio y le provea de un refugio de paz en un mundo despiadado, y que los niños sean enviados a campos de concentración juveniles llamados «escuelas», principalmente para que no sean una carga tan grande para mamá pero aún sean mantenidos bajo control, pero también para que adquieran los hábitos de obediencia y puntualidad que tanto necesitan los trabajadores. Si deseas deshacerte de la patriarquía, deshazte del núcleo familiar cuyo no pagado «trabajo invisible», como dice Ivan Illich, hace posible el sistema del trabajo que a su vez hace necesario el núcleo familiar. A la lucha anti-armas nucleares está ligada la abolición de la infancia y el cierre de las escuelas. Hay más estudiantes de tiempo completo que trabajadores de tiempo completo en este país. Necesitamos a los niños como maestros, no estudiantes. Tienen mucho que contribuir a la revolución lúdica, porque ellos són mejores en el juego que las personas maduras. Los adultos y los niños no són idénticos, pero se harán iguales a través de la interdependencia. Sólo el juego puede cerrar la brecha generacional.

Aún no he mencionado siquiera la posibilidad de recortar el poco trabajo que aún queda por vía de la automatización y la cibernética. Todos los científicos, ingenieros y técnicos, liberados de molestarse en investigación de guerra y obsolecencia planeada, se la pasarían en grande inventando medios para eliminar la fatiga, el tedio y el peligro de actividades como la minería. Sin duda hallarán otros proyectos en qué divertirse. Quizás establezcan redes globales de comunicaciones multimedia o colonicen el espacio exterior. Quizás. Personalmente, no soy fanático de los aparatos. No me interesa la idea de vivir en un paraíso donde sólo haya que presionar botones. No quiero que robots esclavos hagan todo; quiero hacer las cosas yo mismo. Existe, creo, un lugar para las tecnologías que ahorran trabajo, pero un lugar modesto. El registro histórico y pre-histórico no es esperanzador. Cuando la tecnología productiva pasó de caza-recolección a la agricultura y a la industria, el trabajo se incrementó mientras la especialización y la autodeterminación disminuyeron. La evolución posterior del industrialismo ha acentuado lo que Harry Braverman llamó la degradación del trabajo. Los observadores inteligentes siempre han sido conscientes de ésto. John Stuart Mill escribió que todos los inventos para ahorrar trabajo que se han creado no han ahorrado ni un momento de trabajo. Karl Marx escribió que «sería posible escribir una historia de los inventos hechos desde 1830 para el único propósito de proveer al capital con armas contra las revueltas de la clase obrera». Los tecnófilos entusiastas — Saint-Simon, Comte, Lenin, B.F. Skinner — han sido siempre completos autoritarios también; es decir, tecnócratas. Deberíamos ser más que escépticos con las promesas de los místicos de las computadoras. Ellos trabajan como mulas; lo más seguro es que, si se salen con la suya, también el resto de nosotros lo hará. Pero, si tienen alguna contribución particular más subordinada a los propósitos humanos, pues escuchémosles.

Lo que realmente deseo es ver el trabajo convertido en juego. Un primer paso es descartar las nociones de un «empleo» y una «ocupación». Incluso las actividades que ya tienen algún contenido lúdico lo pierden si se reducen a empleos que ciertas personas, y sólo esas personas, se ven forzadas a hacer excluyendo cualquier otra cosa. ¿No es raro que los campesinos trabajen dolorosamente en los campos mientras sus amos van a casa cada fin de semana y se ponen a cuidar de sus jardines? Bajo un sistema de festejo permanente, presenciaremos una Edad de Oro de la creatividad que hará pasar verguenza al Renacimiento. No habrá más empleos, sólo cosas que hacer y gente que las haga.

El secreto de convertir el trabajo en juego, como demostró Charles Fourier, es acomodar las actividades útiles para tomar ventaja de lo que sea que diferentes personas disfrutan hacer en momentos diferentes. Para hacer posible que algunas personas hagan las cosas que disfrutan, bastará con erradicar las irracionalidades y distorsiones que afligen esas actividades cuando són convertidas en trabajo. Yo, por ejemplo, disfrutaría enseñando un poco (no demasiado), pero no quiero estudiantes que estén allí a la fuerza, y no me interesa adular a pedantes patéticos para obtener un profesorado.

Segundo, hay cosas que a la gente le gusta hacer de vez en cuando, pero no por demasiado tiempo, y ciertamente no todo el tiempo. Puedes disfrutar haciendo de niñera por algunas horas para compartir la compañía de los niños, pero no por tanto tiempo como sus padres. Los padres, mientras tanto, aprecian profundamente el tiempo que les liberas para sí mismos, aunque les molestaría apartarse de su progenie por mucho tiempo. Estas diferencias entre los individuos són lo que hace posible una vida de juego libre. El mismo principio se aplica a muchas otras áreas de actividad, especialmente las primarias. Así, muchos disfrutan cocinar cuando lo pueden hacer con seriedad, a su modo, pero no cuando sólo están recargando cuerpos humanos con combustible para el trabajo.

Tercero — aún sin cambiar todo lo demás — algunas cosas que no són satisfactorias si las haces sólo, o en un entorno desagradable, o bajo las órdenes de un supervisor, son agradables, al menos por un tiempo, si esas circunstancias cambian. Esto es cierto probablemente, hasta cierto punto, para todo trabajo. La gente utiliza su ingenio, de otro modo desperdiciado, para convertir las tareas repetitivas menos atrayentes en un juego, lo mejor que pueden. Las actividades que atraen a algunas personas no siempre atraen a todas, pero todo el mundo tiene, al menos en potencia, una variedad de intereses y un interés en la variedad. Como dice el dicho, «cualquier cosa, una vez». Fourier era el maestro en especular cómo a las inclinaciones aberrantes y perversas se les podría dar uso en la sociedad post-civilizada, que él llamaba Armonía. Pensaba que el Emperador Nerón pudo haber sido una buena persona si, de niño, hubiese podido complacer su gusto por la sangre trabajando en un matadero. Los niños pequeños a quienes les encanta revolcarse en la suciedad podrían ser organizados en «Pequeñas Hordas» para limpiar los sanitarios y recoger la basura, otorgando medallas a los que destaquen. No estoy sugiriendo que sigamos estos mismos ejemplos, sino que veamos el principio subyacente, el cual me parece que tiene sentido como una dimensión de una transformación revolucionaria general. Ten en mente que no se trata de tomar el trabajo de hoy tal como lo encontramos y asignarlo a la gente adecuada, ya que algunos de ellos tendrían que ser realmente perversos. Si la tecnología cumple un papel en todo esto, no es tanto para eliminar el trabajo automatizándolo, sino para abrir nuevos espacios para la re/creación. Hasta cierto punto podemos desear regresar a la fabricación a mano, que William Morris consideraba un resultado probable y deseable de una revolución comunista. El arte sería recuperado de las manos de esnobs y coleccionistas, abolido como departamento especializado sirviendo a una audiencia de élite, y sus cualidades de belleza y creación restauradas a la vida misma, de la cual fueron robadas por el trabajo. Da qué pensar el hecho de que las ánforas griegas a las que escribimos odas y guardamos en museos fuesen usadas en su tiempo para guardar aceite de olivo. Dudo que a nuestros artefactos cotidianos les vaya tan bien en el futuro, si es que hay uno. Lo que quiero decir es que no existe tal cosa como el progreso en el mundo del trabajo; más bien es lo opuesto. No deberíamos dudar en saquear el pasado por lo que tiene que ofrecer, los antiguos no pierden nada y nosotros nos enriquecemos.

Reinventar la vida cotidiana significa marchar más allá del borde de nuestros mapas. Es cierto que existe más especulación sugerente de lo que la mayoría de la gente se imagina. Aparte de Fourier y Morris — y hasta una pista, aquí y allá, en Marx — están los escritos de Kropotkin, los sindicalistas Pataud y Pouget, anarco-comunistas de antes (Berkman) y de ahora (Bookchin). La Communitas de los hermanos Goodman es ejemplar porque ilustra qué formas siguen a qué funciones (propósitos), y hay algo que sacar de los heraldos, a menudo borrosos, de la tecnología alternativa/apropiada/intermedia/convivencial, como Schumacher y especialmente Illich, una vez que desconectas sus cortinas de humo. Los situacionistas — tal como són representados por la Revolución de la Vida Cotidiana de Vaneigem y en la Antología de la Internacional Situacionista — són tan despiadadamente lúcidos como para ser estimulantes, aún si nunca llegaron a encajar bien su apoyo a las asociaciones de trabajadores con la abolición del trabajo. Sin embargo, es mejor su incongruencia que cualquier versión actual del izquierdismo, cuyos devotos buscan ser los últimos campeones del trabajo, porque si no hay trabajo no hay trabajadores, y sin trabajadores, ¿A quién organizaría la izquierda?

Así que los abolicionistas tendrían que actuar por su cuenta. Nadie puede decir qué resultaría de liberar el poder creativo aturdido por el trabajo. Cualquier cosa puede pasar. El gastado debate de libertad versus necesidad, que casi suena teológico, se resuelve sólo cuando la producción de valores de uso coexista con el consumo de deliciosa actividad lúdica.

La vida se convertirá en un juego, o más bien muchos juegos, pero no — como es ahora — un juego de suma cero [4]. Un encuentro sexual óptimo es el paradigma del juego productivo; los participantes se potencian los placeres el uno al otro, nadie cuenta los puntajes, y todos ganan. Cuanto más das, más recibes. En la vida lúdica, lo mejor del sexo se mezcla con la mejor parte de la vida diaria. El juego generalizado lleva a la libidinización de la vida. El sexo, en cambio, puede volverse menos urgente y desesperado, más juguetón. Si jugamos bien nuestras cartas, podemos sacar más de la vida de lo que metemos en ella; pero sólo si jugamos para ganar.

Nadie debería trabajar. Proletarios del mundo… ¡descansad!


Notas

  1. Hay que tener presente que este texto es de 1985. Hoy sabemos algunas cosas más sobre el marxismo y el anarquismo. En concreto, del marxismo sabemos que ya en 1932 Riazanov, el director del Instituto Marx-Engels-Lenin acabó en Siberia. En esas fechas Stalin estaba en plena campaña de hiperproducción. Pasajes de La ideología alemana que atacaban el trabajo fueron simplemente eliminados. De hecho, no fue hasta 1966 cuando Moscú edito una nueva versión. Pero los textos en español se mantuvieron según la versión vieja. Hasta tal punto que hasta hace sólo algunos años, alumnos de COU todavía podían leer la versión vieja en sus libros de texto. De ahí que Antonio Negri haya dicho que el comunismo es el no-trabajo. En cualquier caso es explicable que Black hable de ese modo del marxismo, porque la praxis stalinista fue totalmente antimarxista. (N. del T. esp.)
  2. Según lo expresado anteriormente, los marxistas odian el trabajo alienado, por tanto la dominación del tiempo personal -y el espacio-. Así que Black habla más de lo ocurrido en general en la praxis, que de lo que el marxismo se plantea como aspiración. (N. del T. esp.)
  3. Recordamos aquí a propósito de este asunto, la bella obra de Jost Herbig, El final de la civilización burguesa, donde se analiza con detalle -entre otras muchas, e interesantes cosas- como repercute en las enfermedades el trabajo y la sociedad moderna. (N. del T. esp.)
  4. Juego de suma cero: es un concepto de Teoría de Juegos que significa que –bajo circunstancias de competencia determinadas- cuando alguien gana alguien pierde. La Teoria de Juegos tiene múltiples aplicaciones: economía, estrategia, análisis de la corrupción, etc. (N. del T. esp.)

Manifiesto de los «Desempleados felices»

sábado, abril 7th, 2012

Detalle de "Hombres durmiendo" de Schafende Menscen

(*) Lectura pública a tres voces, sobre tumbonas y adornada con diapositivas, ofrecida por primera vez el 14 de agosto de 1996 en el «Mercado de los Esclavos» del Prater (Berlín) ante una asamblea mitad entusiasta, mitad dubitativa. Título original alemán: Die Glücklichen Arbeitslosen. Versión castellana (a partir de las traducciones en inglés, francés y portugués): Round Desk.

Y tú, ¿qué haces en la vida?

Lo que sigue va contra los principios hasta hoy válidos de los Desempleados Felices, a quienes no les gusta empezar por la teoría. Prefieren de lejos la propaganda por medio de los hechos, los malos hechos y sobre todo los no-hechos. Por otra parte, la búsqueda en el ámbito del paro feliz no ha desembocado aún en resultados decisivos y susceptibles de ser presentados aquí. Sin embargo, son necesarias algunas explicaciones, porque el rumor, que ya ha asegurado a los Desempleados Felices una especie de secreta notoriedad, no está exento de malentendidos. Y esto sobre puntos de importancia, como la felicidad y también el paro.

Desde el momento en que se habla de felicidad, la cosa se convierte inmediatamente en sospechosa. La felicidad es irresponsable. La felicidad es burguesa. La felicidad es antialemana. Y además, ¿cómo se puede ser feliz ante la miseria, la violencia y ante unos bollos que cuestan cada vez más caros y que no son más que unas insípidas bolas rellenas de aire?

Paul Watzlawick ya trató de esta clase de argumentos en su libro El arte de amargarnos la vida:

«¿Y si fuéramos absolutamente inocentes del pecado original? ¿Si nadie pudiese reprocharnos el haber contribuido a él? No cabe ninguna duda de que en este caso somos unas víctimas inocentes y puras. ¿Quién se atreverá entonces a cuestionar mi condición de sacrificado? ¿Quién se atreverá incluso a pedirme que haga algo por remediar mi desdicha? Lo que me fue infligido por Dios, los cromosomas y las hormonas, la sociedad, los padres, la policía, los maestros y los médicos, los jefes y, peor que todo, los amigos, es tan injusto y provoca tanto dolor, que solamente insinuar que tal vez yo pudiera hacer algo al respecto es añadir el insulto al daño. ¡Sin contar con que tampoco es una actitud científica!»

Para extendernos sobre este tema, sería necesario que nos hundiéramos en las profundidades de la psicología, de lo cual nos guardaremos bien. Pero aún se pueden encontrar otros argumentos contra la persecución de la felicidad. Se dice por ejemplo que el totalitarismo pretende hacer feliz a las personas contra su propia voluntad. Al respecto, los trabajadores y los demandantes de desgraciados empleos no tienen por qué preocuparse: los Desempleados Felices no tienen la intención de imponerles ninguna forma de felicidad, cualquiera que sea. Es cierto que la felicidad es un argumento de venta típico de toda clase de charlatanes que intentan colarnos su remedio milagroso. Pero los Desempleados Felices no tienen ningún remedio que vender. En el plano programático, consideramos la cuestión tal como Lautreámont la formuló en 1869:

«Hasta hoy, se ha descrito la infelicidad para inspirar el terror y la piedad; yo describiré la felicidad para inspirar justamente lo contrario.»

Y ahora vayamos al grano.

El paro no es un problema, quizá sea una solución

Todos sabemos que ya no se puede abolir el paro. Si la empresa funciona mal, se despide a los trabajadores. Si va bien, se invierte en automatización y se despide del mismo modo. Antes, la mano de obra era necesaria porque había trabajo. Ahora se necesita desesperadamente trabajo porque sobra mano de obra y nadie sabe qué hacer con ella, ya que las máquinas trabajan más deprisa, mejor y más barato.

La automatización fue siempre un sueño de la humanidad. Hace 2.300 años, el Desempleado Feliz, Aristóteles, ya decía:

«Si cada herramienta pudiese cumplir por sí sola su función; si, por ejemplo, la aguja del telar pudiese trabajar sola, el maestro no necesitaría de ningún ayudante y el amo de ningún esclavo.»

Hoy ya se cumplió este sueño, pero en la forma de una pesadilla para todos, porque las relaciones sociales no cambiaron tan rápidamente como la tecnología. Sin embargo, este proceso no tiene retroceso, marcha atrás posible: los robots y las máquinas jamás serán sustituidos por trabajadores. Y, por otra parte, cuando se hace necesaria o se pretende una mayor ganancia, o plusvalía, el trabajo «humano» se desplaza hacia países donde la mano de obra es más barata, o se utilizan trabajadores inmigrantes muy mal pagados. Semejante espiral descendente sólo podría ser detenida por el restablecimiento de la esclavitud.

Todo el mundo lo sabe, pero nadie lo puede decir. Desde la oficialidad –instituciones, para-instituciones y la propia víctima– se lanzan a la «lucha contra el paro», aunque, en realidad, luchan únicamente contra los parados. Para ello, falsifican las estadísticas, «ocupan» –en el sentido militar de la palabra– a los parados y ejercen controles sin fin para importunarlos. Y como estas medidas nunca acaban de convencer, entonces apelan a la moral y piden al parado que asuma que es él quien tiene la culpa de su situación, exigiéndole pruebas de la «búsqueda activa de trabajo». Todo para adecuar la realidad a la propaganda. Pero he aquí que llega el Desempleado Feliz y dice en voz alta lo que todo el mundo ya sabe.

«Desempleo» es, desde luego, una mala palabra, un término con connotaciones negativas, la otra cara de la moneda del trabajo. Un desempleado no es más que un trabajador sin trabajo. Nada se dice acerca de esta misma persona como poeta, paseante, buscador, respirador. En público, sólo se puede hablar de falta de trabajo. Sólo en el ámbito privado, sin periodistas, sociólogos y otros espías presentes, podemos atrevernos a ser honestos:

«¡Despedidme, hijos de puta! Por fin voy a tener tiempo para divertirme, ir a fiestas todas las noches y ya no tendré que comer deprisa los platos recalentados en el microondas y podré follar sin trabas.»

¿Debería superarse esta separación entre sabiduría privada y mentira pública? Se nos dice que no es el momento oportuno para criticar el trabajo, que sería una provocación, que venderíamos margaritas a los cerdos. Veinte años atrás, los trabajadores podían haber cuestionado su trabajo en general. Hoy, simplemente porque no están desocupados, tienen que fingir satisfacción. Y los desocupados tienen que decir que están insatisfechos por el solo hecho de que no tienen trabajo. Así se disuelve la crítica del trabajo. El Desempleado Feliz se ríe de semejante chantaje.

Allí donde se perdió la ética del trabajo queda el miedo al paro como el mejor látigo para aumentar el servilismo. Un cierto Schmilinsky, consultor de empresas para la eliminación del absentismo, lo dijo de una manera perfectamente clara:

«El dueño de una caballeriza establece qué caballos irán al campo y qué caballos irán al matadero. Las empresas que quieren sobrevivir en el mundo de los negocios de hoy tienen que ser igualmente despiadadas cada tanto. Demasiada amabilidad puede significar el fin de una compañía. Aconsejo a mis clientes que actúen con puño de hierro dentro de un guante de terciopelo. En nuestra época, los trabajadores observan a su alrededor y ven por todas partes cómo se eliminan puestos de trabajo. Ninguno tiene ganas de producir una mala impresión. Las empresas tienden a utilizar este sentimiento de inseguridad, a fin de reducir notablemente las horas que se pierden por el absentismo.» (Der Spiegel, 32/1996)

En cambio, establecer un ambiente propicio para los Desempleados Felices ayudaría también a mejorar la situación de los que trabajan: su miedo a convertirse en parados disminuiría y el coraje para decir «no» podría expresarse más libremente. Quizá algún día la correlación de fuerzas volverá ser favorable a los trabajadores: «¿Qué? ¿Quieren controlarme durante mi baja por enfermedad? Si es así, prefiero unirme a los Desempleados Felices

El trabajo es una cuestión de supervivencia. Nada ni nadie lo puede negar. Es lo que dice sobre el asunto Bob Black, en los Estados Unidos:

«El trabajo es un crimen en serie, un genocidio. Directa o indirectamente, el trabajo matará a quien lea estas líneas. Según las estadísticas, en este país el trabajo mata entre 14 mil y 25 mil personas por año. Más de dos millones resultan mutiladas y entre 20 y 25 millones lesionadas. Y esto, sin contar a los 500 mil trabajadores que padecen enfermedades profesionales, ni los accidentes de tráfico yendo o viniendo del trabajo o, incluso, procurando no pensar en él… Sin contar tampoco a las víctimas de la contaminación, del alcoholismo o del consumo de drogas ligados al trabajo. Así, tendría que multiplicarse por seis el número de asesinados, simplemente para poder vender Big Mac’s y Cadillacs a los sobrevivientes.»

El zapatero o el carpintero se enorgullecían de su arte. Y hasta no hace mucho los trabajadores de los astilleros se emocionaban al ver zarpar el barco que habían construido. Esta sensación de ser útil a la comunidad ya no existe en el 95% de los trabajos. El sector «servicios» sólo emplea peones intercambiables atados a sus ordenadores, que no tienen ninguna razón para sentirse orgullosos. El sector «perro guardián», con sus policías, guardas jurados y técnicos en sistemas de alarma, es prácticamente el único que continúa creciendo, aunque su utilidad social es bastante limitada: vigilar lo que, sin ellos, podría ser gratuito. Inclusive un médico funciona cada vez más como representante/vendedor de las grandes corporaciones de medicamentos, los laboratorios farmacéuticos.

¿Quién es el que, hoy en día, puede decir que se siente útil a los demás? La cuestión ya no es: para qué sirve esta cosa, sino: cuánto se puede ganar con ella. El único objetivo de la producción es aumentar las ganancias de la empresa. En consecuencia, la única relación del trabajador con su trabajo es su salario.

El dinero es el problema

El paro existe justamente porque el dinero es la verdadera finalidad y no la utilidad social. El pleno empleo es la crisis económica, el paro es la salud del mercado. ¿Qué sucede cuando una empresa anuncia una oleada de despidos? Los accionistas saltan de alegría, los especuladores de la Bolsa elogian su estrategia de saneamiento, las acciones suben y el próximo balance dará cuenta de los beneficios así obtenidos. De esta manera, se puede decir que los parados crean más ganancias que sus ex colegas. Sería lógico, pues, recompensarlos por su contribución sin igual al crecimiento. Por el contrario, el parado no recibe ni un pimiento de esta riqueza que creó. El Desempleado Feliz quiere ser retribuido por su no-trabajo.

Podemos referirnos aquí a Kasimir Malévich, el valiente creador de Cuadrado negro sobre fondo blanco. En 1921, escribió en un libro que no fue publicado en Rusia hasta hace dos años (La pereza, verdadero fin de la humanidad):

«El dinero no es otra cosa que un pequeño fragmento de pereza. Cuanto más se tiene, tanto más se puede disfrutar de las delicias de ésta (…) El capitalismo organiza el trabajo de tal modo que el acceso a la pereza no es el mismo para todos. Sólo puede disfrutarla aquel que posee el capital. Así, la clase de los capitalistas se liberó de este trabajo del cual ahora toda la humanidad tiene que liberarse.»

Si el parado es infeliz, no es porque no tenga trabajo, sino porque no tiene dinero. De esta forma, ya no deberíamos hablar de «búsqueda de empleo», sino de «búsqueda de dinero», ni de «búsqueda activa de empleo», sino de «búsqueda activa de dinero». Las cosas serán entonces más claras. Como veremos a continuación, el Desempleado Feliz pretende llenar esta carencia con la búsqueda de recursos oscuros.

Calculad cuánto dinero destinan oficialmente «al paro» los contribuyentes y las empresas, y divididlo por el número de parados: entonces veríamos que el total representa mucho más que nuestros respectivos cheques mensuales. ¿No es verdad? Este dinero no es invertido principalmente para el bienestar de los parados, sino para su minucioso control mediante convocatorias sin objeto, supuestos programas de formación-inserción-perfeccionamiento que vienen de no se sabe dónde y que no llevan a ninguna parte, y seudotrabajos por seudosalarios, simplemente con el fin de bajar de manera artificial la tasa de paro. Simplemente, pues, para mantener la apariencia de una quimera económica.

Nuestra primera propuesta es aplicable de inmediato: poner fin a todas las medidas de control contra los parados, cerrar todas las oficinas de control policial, de estadísticas y de propaganda (ésta sería nuestra contribución a la reducción de los gastos públicos), y distribución automática e incondicional de los subsidios engrosados a partir de las sumas ahorradas de este modo.

El nuevo delirio conservador reprocha a los parados regodearse en la asistencia, vivir a costa del Estado, y patatín y patatán. Vale, pero como sabemos muy bien, el Estado todavía existe y además cobra impuestos. Por eso no vemos ninguna razón por la cual deberíamos renunciar a su apoyo. Pero no estamos obsesionados con el Estado. No tenemos ningún inconveniente en que la financiación provenga del sector privado, sea bajo la forma del sponsoring, de la adopción, de un impuesto sobre las ganancias del capital, o aún del chantaje. No tenemos ninguna preferencia.

Si el parado es también infeliz, es porque el trabajo es el único valor social que conoce. Ya que no teniendo nada que hacer, se odia a sí mismo. Ya no tiene contactos, porque el trabajo es con frecuencia la única posibilidad de relacionarse. Lo mismo vale para los jubilados. Pero la causa de esta miseria existencial es el trabajo y no el paro en sí mismo.

Incluso cuando no haga nada en especial, el Desempleado Feliz crea nuevos valores sociales. Entabla relaciones con un montón de personas simpáticas. Incluso se declara dispuesto a impartir cursos de resocialización para trabajadores despedidos. Ello es así porque todos los parados disponen de una cosa que no tiene ningún precio: tiempo. A esto lo podríamos llamar una suerte histórica: la posibilidad de vivir una vida plena de sentido, de alegría y de razón. Se puede definir nuestro objetivo como una reconquista del tiempo. Somos entonces de todo menos inactivos, mientras que a la «población activa» lo único que le queda es obedecer pasivamente los designios y las órdenes de sus superiores jerárquicos. Y es porque somos activos por lo que no tenemos tiempo para trabajar.

Jacques Mesrine -una vez enemigo público número uno del Estado francés y autor del libro Instinct de mort [1]– tomó cierto día esta decisión:

«Yo no quería que mi vida estuviese reglamentada de antemano o decidida por otros. Si a las seis de la mañana tenía ganas de hacer el amor, quería tener el tiempo de hacerlo sin mirar el reloj. Quería vivir sin horarios, porque con la medida del tiempo llegó la primera presión sobre la vida de los seres humanos. Las frases más frecuentes de la vida cotidiana resonaban en mi mente: ‘No tengo tiempo para…’, ‘llegar a tiempo’, ‘ganar tiempo’, ‘perder el tiempo’. Pero yo quería ‘tener tiempo para vivir’, y la única posibilidad de lograrlo era no convirtiéndome en esclavo del tiempo. Sabía cuán irracional era mi teoría y que con ella no se podía fundar una sociedad. Pero ¿qué tipo de sociedad es ésta, con sus bellos principios y sus leyes?»

El cementerio de la moral

Se nos ha dicho que el Desempleado Feliz es un desocupado sólo en el sentido que hoy día el uso común da a la palabra «trabajo», que es, en definitiva, el trabajo asalariado. Ante esto tenemos que responder expresamente que si el Desempleado Feliz no busca trabajo asalariado, tampoco busca trabajo como esclavo. Y sólo hay, que se sepa, dos tipos de trabajo: el trabajo esclavo y el trabajo asalariado. Por cierto, existen también estudiantes, artistas y otros que no pueden escribir dos líneas o dar una pincelada sin presumir de que están haciendo un «trabajo» importante. Inclusive los llamados autónomos [2] son incapaces de organizar un «seminario» anticapitalista sin llegar a «debates productivos» en grupos de «trabajo». Palabras miserables para pensamientos miserables.

No es de hoy que «trabajo» es una palabra cargada de desdicha. «Arbeit» (trabajo, en alemán) es una palabra originada probablemente en un término germano desaparecido que significaba «ser huérfano, ser un niño utilizado para una tarea corporal pesada», término él mismo proveniente del indoeuropeo «orbhos», huérfano. Hasta el alemán moderno, «arbeit» significaba «pena, tormento, actividad indigna» (en este sentido, pues, Desempleado Feliz es un pleonasmo). En las lenguas de origen latino, la cosa está todavía más clara, puesto que «trabajo», «travail», etc., vienen del latín «tripalium», un instrumento de tortura con tres pies que se aplicaba a los esclavos. Fue Lutero el primero que usó la palabra «Arbeit» como valor espiritual, predestinación del hombre en el mundo. He aquí la cita:

«El hombre nació para trabajar como el pájaro para volar.»

Se nos podría responder que este asunto de las palabras no tiene ninguna importancia. Pero el hecho de confundir «bebida» con «Coca-Cola», «cultura» con «Madonna» o, incluso, «actividad» con «trabajo», no dejaría de tener graves consecuencias.

Tan pronto como empezamos a usar la palabra «trabajo» o la frase «sin trabajo», nos enfrentamos a categorías morales. Este es cada vez más el caso. Basta abrir un periódico para darnos cuenta de esto:

«Según un experto social de Washington, ha habido un cambio en el equilibrio de poder entre dos diferentes filosofías, y ahora la escuela dominante de pensamiento considera que la pobreza es consecuencia de un defecto moral antes que de causas económicas.»

Como en los tiempos en que los curas veían su monopolio sobre las almas en peligro, la moral representa aquí el intento de llenar el abismo creciente entre la realidad y su imagen ideológica. Quien dice al parado: «Has pecado», espera de éste, o bien que haga penitencia, o bien que justifique su virtud. En los dos casos, habrá reconocido la existencia del pecado. Los intentos gimoteantes de algunos parados de provocar la piedad de este mundo no pueden tener otro resultado, en el mejor de los casos, que provocar la piedad. Sólo la risa sublime puede desconcertar en serio a la moral.

Está claro que Paul Lafargue [3], el autor de El derecho a la pereza, es uno de los inspiradores históricos de los Desempleados Felices:

«Los economistas no se cansan de repetir a los obreros: ¡trabajad, para aumentar la riqueza nacional! Y sin embargo, fue uno de éstos, Desttut de Tracy, quien dijo: ‘Las naciones pobres son aquellas en las que el pueblo vive feliz; en las naciones ricas el pueblo es normalmente pobre. Pero, ensordecidos e idiotizados por sus propios bramidos, los economistas continúan diciendo: ¡Trabajad, trabajad siempre para crear vuestro bienestar! (…) Trabajad para que, siendo cada vez más pobres, tengáis más razones para trabajar y para ser pobres’.»

Sin embargo, no hacemos nuestra la reivindicación de un derecho a la pereza. La pereza no es más que lo contrario de la diligencia. Allí donde no es reconocido el trabajo, tampoco la pereza lo es. No hay vicio sin virtud (y viceversa). Más allá de la época de Lafargue, está claro que el llamado «tiempo libre» concedido a los trabajadores es generalmente más aburrido aún que el trabajo mismo. ¿Quién querría vivir con la televisión, los juegos inter-pasivos y los viajes organizados por el club tal o cual? La cuestión no es pues simplemente, como aún podía creerlo Lafargue, reducir el tiempo de trabajo para aumentar el «tiempo libre». Dicho esto, nos solidarizamos plenamente con los trabajadores españoles, a los que se les ha querido prohibir la siesta con el pretexto de que había que adaptarse al mercado europeo, y que respondieron que, al contrario, era la Unión Europea la que tenía que adaptarse a «la Euro-Siesta».

Que quede claro: el Desempleado Feliz no apoya a los partidarios de la reducción del horario de trabajo, para quienes todo iría mejor si cada uno trabajara cinco, tres o dos horas por día. ¿Qué clase de desatino es éste? ¿Mirar el reloj mientras preparo un almuerzo para los amigos? ¿Acaso estoy pendiente del tiempo mientras escribo este maldito texto? ¿Calculamos el tiempo cuando hacemos el amor?

Pero el Desempleado Feliz no representa sin embargo una nueva utopía. Utopía quiere decir: «lugar que no existe». El utopista diseña al milímetro los planos de una construcción supuestamente ideal y espera que el mundo se acople a ellos. El Desempleado Feliz sería más bien un «topista»: arma y experimenta a partir de lugares y objetos que están al alcance de la mano. No elabora ningún sistema, sino que investiga todas las ocasiones y posibilidades para mejorar su entorno.

Un honrado corresponsal nos escribe:

«¿El Desempleado Feliz procura obtener el reconocimiento social a través de la financiación sin condiciones que lo acompaña, o bien busca subvertir el sistema mediante acciones ilegales como, por ejemplo, manipular los contadores de luz? La relación entre estas dos estrategias no parece verdaderamente lógica. Difícilmente puedo exigir aceptación social y al mismo tiempo promover la ilegalidad.»

Bien. El Desempleado Feliz no es un fanático de la ilegalidad. Es tal su afán de hacer el bien que incluso está dispuesto a hacerlo a través de medios legales. Además, los delitos de ayer son los derechos de hoy (piénsese por ejemplo en el derecho de huelga), y siempre pueden volver a ser delitos. Pero sobre todo buscamos el reconocimiento social. No nos dirigimos ni al Estado ni a los organismos oficiales, sino a todo el mundo.

Ya estamos escuchando aquí al coro de los teóricos de la lucha de clases:

«Todo esto no es más que una válvula de seguridad para el sistema, por la cual las capas proletarias sin trabajo ocupan un lugar ilusorio a fin de utilizar las funciones vitales que les quedan para atenuar las contradicciones del capitalismo. Los Desempleados Felices se divierten, y mientras tanto la burguesía extrae la plusvalía sin encontrar resistencia. ¡Traición! ¡Traición!»

Cada paso concreto, e incluso el simple hecho de respirar, puede ser denigrado como un intento de adaptación a este mundo (y de la posibilidad de respirar es de lo que aquí se trata). La crítica social más acerba no puede ser de gran ayuda mientras su conclusión práctica se limite a un wait and see [esperar y ver].

Sabemos bien que nuestro intento puede fracasar por diversos motivos. Por ejemplo, puede transformarse en un juego, en una broma sin consecuencias. La idea original podría ser también enterrada bajo toneladas de seriedad acartonada. También podría suceder que un grupo de Desempleados Felices tuviese tanto éxito que se hiciera famoso y se transformara en Hombres de Negocios Felices, sin ningún vínculo ya con su medio de origen. Son riesgos, pero no una fatalidad. Hemos dado el puntapié inicial: no depende más que de nosotros que el balón llegue a su meta.

De la ventaja de ser excluido

Existen hoy diversos movimientos e iniciativas contra las medidas de austeridad, contra el paro, contra el neoliberalismo, etc. Pero la cuestión es: ¿a favor de qué debemos pronunciarnos? En cualquier caso, no por el Estado-Providencia y el pleno empleo, que de todas maneras tienen tantas posibilidades de ser reintroducidos como la locomotora de vapor. Pero lo que nos espera bien podría ser mucho peor. No es inimaginable que se les conceda a los parados la posibilidad de cultivar sus legumbres y de improvisar sus relaciones sociales en los terrenos baldíos y los depósitos de materias fecales de la posmodernidad, vigilados a distancia por la policía electrónica y entregados a cualquier mafia, mientras que la minoría acomodada seguiría funcionando sin problemas. Los Desempleados Felices buscan una salida para escapar a esta terrorífica alternativa. Es una cuestión de principios.

Otra palabra contaminada por la propaganda es la de «exclusión». Los parados estarían excluidos de la sociedad, y las almas buenas abogarían por su reintegración. ¿Excluidos de qué, exactamente? Un humanista de la UNESCO dio la inequívoca respuesta durante la «cumbre social» de Copenhague:

«El primer paso para la integración consiste en dejarse explotar.»

¡Gracias por la invitación!

Hace tres siglos, los pordioseros alzaban la vista con envidia hacia el castillo del señor; con razón, se sentían excluidos de sus riquezas, de sus nobles placeres, de sus artistas de corte y de sus cortesanas. Pero hoy en día, ¿quién querría vivir como un ejecutivo estresado, quién tendría ganas de devanarse el cerebro con sus montones de cifras sin sentido, de besar a sus rubias secretarias, de beber su Bourdeaux adulterado, de reventar de su infarto? De buena gana nos excluimos de la abstracción dominante; es otra la clase de integración que buscamos.

En los países pobres, millones de personas viven al margen de los circuitos de la economía de mercado. Todos los días, los periódicos informan sobre la miseria del llamado «tercer mundo», una serie deprimente de guerras, dictaduras y epidemias. Sin embargo, no hay que perder de vista que, al lado de esta miseria (esencialmente importada), existe otra realidad: una vida social intensa, apoyada en tradiciones y costumbres precapitalistas, comparadas con las cuales las sociedades ricas parecen moribundas. En estos países, el trabajo del hombre blanco es despreciado «porque no se termina nunca», a diferencia, por ejemplo, de esos artesanos somalíes que gastan las ganancias de su actividad de golpe, en una gran fiesta anual. Se trata de una fórmula conocida: la aptitud de estas personas para la fiesta es inversamente proporcional al Producto Nacional Bruto per capita.

«Lo informal ha demostrado que la solidaridad es una forma auténtica de riqueza. Poner la pobreza en común con la esperanza de obtener la abundancia no es irrealista (…) Los pobres son mucho más ricos de lo que se dice y de lo que ellos mismos creen. La increíble alegría de vivir que sorprende a muchos observadores de los suburbios africanos es menos engañosa que las deprimentes evaluaciones objetivas de los aparatos estadísticos que no incluyen más que la versión occidental de la riqueza y la pobreza.» (Serge Latouche, La planete des naufragés).

Por supuesto, existe para el europeo el peligro de caer en un exotismo fácil. Sin embargo, basta con escuchar lo que dicen los inmigrantes mismos acerca de esta cuestión, ellos que conocen de primera mano los dos mundos, para convencerse de la ventaja que tiene el Sur pobre en materia de relaciones sociales. Oigamos al egipcio Albert Cossery:

«Tenía en ese momento el aspecto de quien carga con toda las penas de este mundo. Pero no era más que un estado que él se imponía cada tanto para creer en su dignidad. Porque El Kordi creía que la dignidad sólo era el patrimonio de la desdicha y la desesperación. Habían sido sus lecturas occidentales las que habían turbado su espíritu de tal modo.» (Mendiants et orgueilleux)

Los Desempleados Felices tienen mucho que aprender y desaprender del África y de otras culturas no-occidentales. Evidentemente, no se trata de imitar estas prácticas ancestrales, como los hippies de ayer, pero sí, sin pretender copiar el original, de encontrar ahí una refrescante fuente de inspiración, un poco a la manera en que Picasso y los dadaístas se inspiraron en su tiempo en el arte negro.

Daremos aquí un solo ejemplo. Hace algunos años, los sociólogos se interesaron por el modo de vida de los habitantes del Grand Yoff, uno de los arrabales más desheredados de Dakar. Comprobaron que los ingresos de una familia media de doce personas eran siete veces superiores a sus recursos oficiales. No es que esta gente haya encontrado la fórmula milagrosa para multiplicar los billetes de banco, sino que saben aumentar la eficacia de sus precarias finanzas organizando una circulación intensiva. Es imposible vivir en África sin pertenecer a una etnia, un clan, una familia extensa o un círculo de amigos. En el interior de cada una de estas redes, el dinero circula metódicamente mediante un sistema preciso, elaborado e imperativo de regalos, donativos, préstamos, reembolsos, inversiones y participación en distintas tontinas [4] El hecho de que todas estas posibilidades se acumulen en el seno de cada familia permite que éstas tengan acceso en cualquier momento a una suma de dinero sin relación con sus recursos oficiales. Pero incluso estos flujos monetarios no son más que un aspecto de la «economía de reciprocidad», la cual consiste en intercambios de servicios de reparación, mantenimiento e instalación, fabricación de zapatos y ropa, elaboración colectiva de comidas, trabajos en metal y madera, servicios de salud y educación, sin olvidar la organización de fiestas que mantienen la cohesión del grupo, aspectos todos éstos en los que el dinero no juega ningún papel. He aquí la razón por la cual es imposible medir el «nivel de vida» de estas poblaciones con los criterios e instrumentos de Occidente.

Imaginemos por un instante que este sistema se adopta aquí: un beneficiario del seguro de paro dispondría entonces de una cifra mensual siete veces superior, lo que ciertamente no resolvería todos los problemas, pero al menos serviría, entre otras cosas, para echarle chorizo a las judías blancas. Sin contar todas las cosas de las que se podría beneficiar y que el dinero no puede comprar. El problema clásico, cuánto dinero me hace falta para vivir bien, está mal planteado. Quien vive completamente solo, en un limbo asocial, jamás tendrá dinero suficiente para colmar su miseria existencial. Entre nosotros, los beneficiarios del seguro de desempleo tienen seguramente la gran desventaja de no poder apoyarse en ningún clan, en ninguna costumbre preexistente. Tenemos que partir de cero. Pero al mismo tiempo gozamos de una ventaja: que nuestras condiciones de vida no son (todavía) tan dramáticas y tan graves como en África.

Ante los Desempleados Felices se abre aquí un vasto campo de experimentación, lo que llamamos «la búsqueda de recursos oscuros».

Como ahora lo habréis quizá comprendido, nuestro ocio es ambicioso, teórico y práctico, serio y lúdico, local e internacional (¡sólo en Europa, ya hay más de 20 millones de Desempleados Felices virtuales!) Un día podréis decir con orgullo: yo estuve ahí desde el principio.

Berlín, 1996


Notas

  1. Jacques Mesrine, nacido en Clichy, Francia, en 1936, asaltó bancos y otras sedes del Gran Dinero, y fue protagonista de fugas legendarias. La policía francesa lo abatió de 21 disparos en Port de Clignancourt, París, el 2 de noviembre de 1979 (N. del T. esp.)
  2. Militantes radicales alemanes (N. del T. port.).
  3. Paul Lafargue, 1841-1911, yerno de Marx, casado con su hija Laura. Ambos se suicidaron juntos. (N. del T. esp.)
  4. Tontina: de Lorenzo Tonti, banquero italiano del siglo XVII, inventor de esta clase de operaciones. Consiste en poner un fondo varias personas para repartirlo en un momento dado, con sus intereses, entre los asociados que han sobrevivido y que siguen perteneciendo a la agrupación (N. del T. esp.)