Ánimo de lucro ¿ángel o demonio?

octubre 2nd, 2014 by Estiven Maickol

Detalle de "Dinero para quemar", de Victor Dubreuil

Mercado es el conjunto de acuerdos de intercambio de bienes y servicios entre individuos o asociaciones de individuos. Resulta razonable entonces preguntarse si en el ejercicio de una actividad económica es o no legítima la obtención o la búsqueda de lucro. Podemos definir lucro como la rentabilidad de la propiedad y la rentabilidad del capital, destinando dichas ganancias al incremento del patrimonio personal.

La ilegitimidad del lucro surge desde el momento en que ni la propiedad ni el capital producen nada si no están fecundados por el trabajo. Dice Richard Cantillon (1680 – 1734) en su Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general:

La tierra es la fuente o materia de donde toda riqueza es extraída, y el trabajo del hombre provee la forma para su producción, y la riqueza en sí misma no es otra cosa que los alimentos, las comodidades y las cosas superfluas que hacen agradable la vida.

La tierra produce hierbas, raíces, granos, lino, algodón, cáñamo, arbustos y maderas de variadas especies, con frutos, cortezas y hojas de diversas clases, como las de las moreras con las cuales se crían los gusanos de seda; también ofrece minas y minerales. El trabajo del hombre da a todo ello forma de riqueza.

Los ríos y los mares nos proporcionan peces que sirven de alimento al hombre, y muchas otras cosas para su satisfacción y regalo. Pero estos mares y ríos pertenecen a las tierras adyacentes o son comunes a todos, y el trabajo del hombre obtiene de ellos el pescado y otras ventajas.

De los trabajos de autores como Thomas Hodgskin, Stephen Pearl Andrews, Josiah Warren, Pierre Joseph Proudhon y John Francis Bray, entre otros, se puede resumir que: Entendiendo entonces que todas las producciones de riquezas provienen en definitiva sólo del trabajo de los hombres al utilizar y transformar los recursos de la naturaleza, se desprende que un intercambio comercial justo sólo puede obtenerse fijando el costo como límite del precio o valor de cambio; cualquier otro beneficio, renta o interés es un acuerdo injusto, pues no tiene su origen en el trabajo sino en la rentabilidad de la propiedad y la rentabilidad del capital, que como lo señalaba Benjamin Tucker, no son más que una forma engañosa de lo que es en verdad un robo a la productividad del trabajo.

El matrimonio como fraude permanente

marzo 7th, 2014 by Estiven Maickol

Detalle de "Room in New York" de Edward Hopper

Extracto de The Inquiry concerning Political Justice, and its Influence on General Virtue and Happiness, publicado en 1793 por William Godwin, político y escritor británico considerado uno de los más importantes precursores liberales del pensamiento anarquista

El problema de la convivencia es particularmente importante, porque incluye la cuestión del matrimonio. Debemos, pues, ampliar nuestras reflexiones al respecto. La convivencia permanente no sólo es repudiable porque traba el libre desarrollo del intelecto, sino además porque es incompatible con las tendencias y las imperfecciones del ser humano. Es absurdo esperar que las propensiones y los deseos de dos personas han de coincidir por tiempo indefinido. Obligarles a vivir siempre juntos equivale a condenarlos a una vida de eternas disputas, rozamientos y desdichas. No puede ocurrir de otro modo, desde que estamos muy lejos de la perfección. La creencia de que una persona necesita compañero vitalicio se funda en un conjunto de errores. Es fruto de las sugestiones de la cobardía. Surge del deseo de ser amados y estimados por méritos que no poseemos.

Pero el mal del matrimonio, tal como se practica en los países europeos, tiene raíces más hondas. Lo corriente es que una pareja de jóvenes, románticos y despreocupados, apenas se han conocido, en momento de mutua ilusión, juren guardarse amor eterno. ¿Cuál es la lógica consecuencia? Casi siempre el desengaño no tarda en hacer presa de ambos. Tratan de soportar como pueden el resultado de su irremediable error y con frecuencia se ven obligados a engañarse mutuamente. Finalmente, llegan a considerar que lo más prudente es cerrar los ojos ante la realidad y se sienten felices si mediante cierta perversión del intelecto logran convencerse de que la primera impresión que se formaron uno de otro, era justa. La institución del matrimonio constituye, pues, una forma de fraude permanente. Y el hombre que tuerce su juicio en las contingencias de la vida cotidiana, llegará a padecer una deformación substancial del mismo. En vez de corregir el error apenas lo descubrimos, nos esforzamos por pepetuarlo. En vez de perseguir incansablemente el bien y la virtud, nos habituamos a restringirlos, cerrando los ojos ante las más bellas y admirables perspectivas. El matrimonio es fruto de la ley, de la peor de todas las leyes. A pesar de cuanto nos digan nuestros sentidos; a pesar de la felicidad que nos ha de deparar la unión con determinada persona; a pesar de los defectos de esa mujer o de los méritos de la otra, debemos por encima de todo acatar la ley y no lo que dispone la justicia.

Agréguese a esto que el matrimonio constituye la peor de todas las formas de propiedad. Cuando la legislación prohibe a dos seres humanos seguir sus propios impulsos, se impone el reinado omnímodo del prejuicio. En tanto que procuro imponer mi derecho exclusivo sobre una mujer, prohibiendo al vecino que muestre ante ella sus superiores méritos y obtenga el premio correspondiente, soy culpable del más odioso de los monopolios. Los hombres se disputan ese codiciado premio, desplegando todo género de astucias y de malas artes con el objeto de lograr la satisfacción de sus deseos o de frustrar las esperanzas de sus rivales. Mientras subsista tal estado de cosas, la filantropía será burlada y escarnecida de mil modos distintos y la corriente de corrupción seguirá fluyendo sin cesar.

La abolición del matrimonio no traerá grandes males. Estamos acostumbrados a considerar tal eventualidad como el comienzo de una era de depravación y concupiscencia. Pero ocurre en eso lo que en muchos otros casos, donde las leyes que se establecen con el objeto de reprimir nuestros vicios, son las que en realidad los excitan y multiplican. Por otra parte, debemos tener en cuenta que los mismos sentimientos de justicia y felicidad que en una sociedad igualitaria eliminarán los incentivos del lujo, harán moderar nuestros apetitos de diversa índole, llevándonos a dar siempre preferencia a los placeres del intelecto, por encima de los placeres de los sentidos.

La relación entre los sexos será regida entonces por las mismas normas de la amistad. Prescindiendo de toda adhesión irreflexiva, es indudable que he de encontrarme alguna vez con un hombre de mérito que atraiga particularmente mi afecto. La amistad que hacia él sienta, se hallará en relación directa con su mérito. Lo mismo habrá de ocurrir cuando se trate de sexos opuestos. Cultivaré relaciones asiduas con la mujer cuyas cualidades me hayan impresionado más favorablemente. Pero podrá suceder que otros hombres sientan por ella igual preferencia. Esto no significará dificultad alguna. Todos podremos disfrutar igualmente de su conversación y compañía; y seremos todos suficientemente juiciosos para considerar el aspecto sexual de estas relaciones como enteramente secundario. Como en cualquier otro caso que afecte simultáneamente a dos personas, ello deberá resolverse mediante mutuo consentimiento. La estimación del tráfico sexual como algo de primordial importancia en las relaciones de la más pura afección, es fruto de la actual depravación mental. Las personas razonables comen y beben, no por el placer de hacerlo, sino porque el alimento y la bebida son indispensables para su existencia. De igual modo, las personas razonables contribuyen a propagar la especie, no por el placer de los sentidos que de ello derivan, sino porque es necesario propagar la especie. El modo como han de realizar esta función está regulado por los dictados de la razón y el deber.

Del contrato social (William Godwin)

noviembre 24th, 2013 by Estiven Maickol

Detalle de "Obreros" de Tarsila del Amaral

Extracto de The Inquiry concerning Political Justice, and its Influence on General Virtue and Happiness, publicado en 1793 por William Godwin, político y escritor británico considerado uno de los más importantes precursores liberales del pensamiento anarquista

Las premisas esenciales de la doctrina del contrato social sugieren de inmediato varias y difíciles cuestiones. ¿Cuáles son las partes contratantes? ¿En nombre de quiénes convienen el contrato, sólo de ellos mismos o de terceros? ¿Por cuánto tiempo rigen sus estipulaciones? Si la validez del contrato requiere el consentimiento de cada individuo, ¿cómo se otorgará tal consentimiento? ¿Habrá de ser un consentimiento tácito o expreso?

Poco se habría ganado para la causa de la justicia y la igualdad, si nuestros antepasados, al establecer la forma de gobierno bajo la cual les agradaba vivir, hubieran enajenado al mismo tiempo la independencia y la libertad de elección de sus descendientes, hasta el fin de los siglos. Pero si el contrato debe ser renovado en cada generación, ¿qué períodos se fijarán al efecto? Si estoy obligado a someterme al gobierno establecido, hasta que llegue mi turno de intervenir en su constitución, ¿en qué principio se funda mi consentimiento? ¿Acaso en el contrato que aceptó mi padre antes de mi nacimiento?

En segundo lugar, ¿cuál es la naturaleza del consentimiento que me obliga a considerarme súbdito de determinado gobierno? Se afirma generalmente que basta para ello la aquiescencia tácita que se deriva del hecho de vivir en paz, bajo la protección de las leyes. Si esto fuera cierto, estaría demás toda ciencia política, toda discriminación entre buena y mala forma de gobierno, aun cuando se trate de un sistema inventado por el más vil de los sicofantes. De acuerdo con semejante hipótesis, todo gobierno que es pasivamente soportado por sus súbditos, es un gobierno legal, desde la tiranía de Calígula hasta la usurpación de Cromwell. La aquiescencia no es generalmente otra cosa que la elección, por parte del individuo, de lo que considera un mal menor. En muchos casos ni siquiera llega a ser esto, puesto que los campesinos y los artesanos, que constituyen el grueso de la población de un país, raras veces disponen de la posibilidad de comunicarse mutuamente sus opiniones. Hay que observar, además, que la doctrina de aquiescencia concuerda escasamente con las opiniones y las prácticas políticas corrientes. Lo que se llama derecho de gentes, descansa con menos fuerza en la lealtad de un extranjero que se instala entre nosotros, si bien su aquiescencia suele ser más completa; cuando los habitantes de un país se trasladan a un territorio deshabitado continúan bajo la autoridad del gobierno de la madre patria, mientras que, si emigran a un país políticamente constituído, se hallarán bajo la autoridad del gobierno local, si bien serán castigados por la ley si tomaran las armas contra su país nativo. Así, pues, la aquiescencia difícilmente puede convertirse en consentimiento expreso, en tanto los individuos afectados no tengan el conocimiento preciso de las autoridades a quienes deben hacer manifestación de lealtad.

Locke, el gran campeón de la doctrina del contrato original. tuvo conciencia de esa dificultad al observar que un consentimiento tácito obliga ciertamente a todo individuo a obedecer las leyes de todo gobierno en tanto disfrute de algún bien o de alguna ventaja bajo la jurisdicción de dicho gobierno; pero nada puede convertir al individuo en miembro activo de una comunidad, salvo su compromiso personal, resultante de un convenio expresamente celebrado. He ahí una distinción singular. Ella significa, en definitiva, que basta un consentimiento tácito, de la índole indicada, para hacer a un hombre pasible de regulaciones penales de la sociedad, en tanto que, para disfrutar de sus correspondientes ventajas, se requiere su consentimiento formal.

Una tercera objeción contra la teoría del contrato social surge cuando tratamos de fijar el alcance de las obligaciones contractuales, aun admitiendo que todos los miembros de la comunidad las hayan contraído solemnemente. Supongamos, por ejemplo, que en el momento de alcanzar la mayoría de edad soy llamado a manifestar mi asentimiento o mi disconformidad respecto a las leyes e instituciones vigentes, ¿durante cuánto tiempo estaré ligado a mi declaración? ¿He de prescindir acaso durante el resto de mi vida de todo nuevo conocimiento respecto a tales cuestiones? Y si no ha de ser por toda la vida, ¿por qué ha de serlo durante Un año, un mes o siquiera durante una hora? Si mi juicio deliberado y mi efectiva aceptación no tienen prácticamente valor, ¿en qué sentido podrá afirmarse que un gobierno legal se funda en mi consentimiento?

Pero la cuestión relativa al tiempo no constituye la única dificultad. Si reclamáis mi asentimiento a una proposición dada, es necesario que ésta sea formulada en forma clara y sencilla. Son tan profusas las variantes del entendimiento humano en todas las cuestiones que se refieren a nuestra vida colectiva, que existen pocas probabilidades de que dos hombres lleguen a un acuerdo preciso acerca de diez proposiciones sucesivas que por su naturaleza sean materia de discusión. ¿No es entonces extraordinariamente absurdo que me presenten los cincuenta volúmenes que contienen las leyes de Inglaterra, a fin de que exprese de inmediato mi opinión acerca de su contenido?

Pero el contrato social, considerado como fundamento de la sociedad civil, requiere de mí algo más. No sólo estoy obligado a expedirme acerca de todas las leyes actualmente en vigencia, sino también sobre todas las que habrán de dictarse en el futuro. Fue por ese concepto de la cuestión al delinear las consecuencias del contrato social, que Rousseau se vió obligado a afirmar que la soberanía que reside en el pueblo, no puede ser delegada ni alienada. La esencia de la soberanía es la voluntad general y la voluntad no puede ser representada. O bien es una o bien es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son sus representantes; sólo son sus comisarios. Las leyes que el pueblo mismo no ratifica, no tienen validez; son leyes nulas.

Se ha procurado resolver las dificultades aquí expuestas, por parte de algunos partidarios del sistema y amigos de la libertad, proponiendo la celebración de plebiscitos. Estos deberían realizarse en los diversos distritos de la nación, como requisito indispensable para la aprobación de toda ley de importancia constitucional. Pero se trata de un remedio fútil y aparente. Por su propia índole, los plebiscitos deben limitarse a la indiscriminada aceptación o rechazo de la ley. Existe una enorme diferencia entre la deliberación inicial y el subsiguiente ejercicio formal del veto. La primera contiene un poder efectivo, mientras que la segunda significa sólo una sombra de poder; por otra parte, los plebiscitos constituyen un modo precario y equívoco de conocer el sentimiento de la nación. Se efectúan generalmente de un modo sumario y tumultuoso, después de haber sido preparados en medio de una viva agitación de partidos. Las firmas que se obtienen, se obtienen por medios accidentales o indirectos, siendo lo más corriente que la gran mayoría de los que concedieron la suya, ignoren en absoluto la cuestión en debate o sean totalmente indiferentes a ella.

Finalmente, si el gobierno se funda en el consentimiento del pueblo, no puede haber autoridad sobre ninguna persona que niegue tal consentimiento. Si la aceptación tácita es insuficiente, menos aún debo considerarme obligado por una medida contra la cual he manifestado mi expresa oposición. Esta conclusión surge necesariamente de las citadas observaciones de Rousseau. Si el pueblo o los individuos que constituyen el pueblo no pueden delegar su autoridad en un representante, tampoco puede un individuo aislado delegar su autoridad en la mayoría de una asamblea de la que forma parte. Las normas que han de regular mis acciones son materia de consideración enteramente personal y nadie puede transferir a otro la responsabilidad de su conducta y la determinación de sus propios deberes. Pero esto nos lleva nuevamente al punto de partida. Ningún asentimiento nos libra de la obligación moral. Constituye ésta una especie de propiedad que no podemos enajenar y a la que no podemos renunciar y, por consiguiente, es inadmisible que un gobierno derive su autoridad de un contrato original.

William Godwin