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Los anarquistas y la violencia (Luigi Fabbri)

martes, febrero 16th, 2016

Detalle de "Protesta II" de Susana Millán

Luigi Fabbri (1877 – 1935) fue un militante anarquista, escritor y educador italiano, además de agitador y propagandista durante la Primera Guerra Mundial. El siguiente texto forma parte de Cartas a una mujer sobre la anarquía, un compilado de cartas escritas por Luigi Fabbri. El compilado fue editado y publicado en italiano en 1905 por el también anarquista italiano Camillo Di Sciullo, y luego traducido al español en 1923 por la editorial argentina La protesta.

Mi buena amiga:

¡Ya imaginaba que para combatir mis ideas habrías adelantado esta objeción de la violencia anárquica! Intentaré, sin embargo, repetir lo que tantas veces he dicho a muchos amigos míos para vencer su repulsión por el anarquismo, explicable, si se piensa en la avalancha de prejuicios y de calumnias que todavía están, cual formidable muralla divisoria, entre nosotros y la mayoría del público.

Es cierto que, desde que la idea anarquista ha brotado, hubo no sé si veinte o veinticinco hechos de violencia aislada cometidos por anarquistas. Tú te impresionas por las víctimas que diligentemente enumeras y protestas en nombre de la inviolabilidad de la vida humana contra los autores de aquellos actos.

Admiro y alabo tu buen corazón; pero, por favor, permíteme preguntarte por qué, si tanto te enterneces por las lágrimas y la sangre de ilustres víctimas, tan pocas que fácilmente se pueden registrar en pocos renglones, no te acuerdas de tantas lágrimas aún más quemantes vertidas por la gente nuestra, en medio del pueblo, de la sangre -sin exageración- derramada a torrentes por el proletariado militante para su emancipación. ¿Queremos sacar la cuenta, amiga mía? No es para los que tú lloras que se necesitaría adicionar muchas cifras; de ese lado la suma pronto se hace. Pero de la otra parte la enumeración sería tan larga que, si se quisiera hacerla exacta y detallada, no sería suficiente un libro; más vale renunciar.

Piensa solo en los que desde hace treinta años, y aún menos, han sucumbido en todas las naciones, asesinados por los gobiernos en nombre de la justicia, por haberse rebelado contra su opresión; y te concedo la exclusión de los que murieron por ideas ya vividas y pasadas. ¿Cuántos son? Pregúntalo a la historia y ella te contestará con elocuencia terrible. También sobre ellos fue ejercida una violencia, también ellos tenían una madre o una mujer que ha llorado lágrimas de sangre por su muerte… ¡sin embargo, tú no te enterneces por ellos!

Las persecuciones al pensamiento, en el 1878, 1889, 1891, 1894 y 1898, han poblado las cárceles y las islas del bel paese (por brevedad hablo de Italia solamente) de una muchedumbre de hombres a cuya existencia estaba ligada la existencia de familias enteras. Muchos de ellos han muerto durante o después de la odisea tormentosa, otros han sido precipitados en la más negra miseria, otros se volvieron enfermizos, inhábiles para el trabajo; todos han padecido, por todos han sido derramadas lágrimas de madres y esposas, de viejos padres, de niños inocentes… ¡pero tú no te enterneces por ellos!

Luego, cuando se ha hecho una guerra, y no raramente, en los campos de batalla ha sido truncada la vida, en la flor de los años, y otros lutos innúmeros han desolado sus casas, han vestido de negro otras mujeres… ¿Pero esto no te pasó por la memoria ni te humedeció las mejillas con una sola lágrima?

Después está la tremenda guerra cotidiana, de las feroces victorias, de las doloras derrotas; la lucha por la vida que se libra alrededor del mendrugo de pan, peleando unos con otros en la afanosa ansia de conquistarlo; y esta lucha hace más víctimas que todas las guerras, las revoluciones y las represiones juntas; y las más numerosas y lastimosas víctimas están entre los débiles y los inocentes: mujeres, niños, viejos, enfermos, inhábiles, sin contar los que indirectamente sucumben por las mismas causas que hacen sucumbir a los otros directamente. Así cada día, proporcionalmente, la ciudad, el pueblo, la aldea, el tugurio, pagan su fúnebre tributo a la miseria.

Pero de esta tragedia que, sin embargo, se desarrolla cerca de ti, en tu ciudad, en tu casa, en el mismo rellano de tu escalera, del otro lado de la pared en que se apoya el lecho en que duermes los sueños más tranquilos; de este dolor humano, inmenso, universal y continuo no te apercibes… y encuentras tiempo para enternecerte si de vez en cuando una astilla se desprende de este multiforme engranaje de opresión y miseria, yendo a herir a algún raro privilegiado entre los que, por una espantosa injusticia, se reparten las alegrías y riquezas que ese engranaje produce.

Sé la respuesta a todo esto: la violencia de los unos, por más grande que sea, no justifica la violencia de los otros, sino que aumenta su suma.

Ahora, yo no justifico nada, yo explico; y te pregunto si, en una sociedad organizada sobre las bases de la violencia y la prepotencia, en la cual se está siempre en el dilema de comer o ser comidos, es posible escapar a la terrible sugestión del ambiente y, si es posible, viéndose atacados, rehusar defenderse.

Te hago notar también que las rebeliones aisladas contra los poderosos son un fenómeno de todos los tiempos: siempre, donde hubo opresión, alguien se rebeló, precediendo la acción colectiva, y cada uno pertenecía al partido más revolucionario de su tiempo, y su rebelión estaba determinada por las pasiones políticas y por las necesidades populares de entonces. A esta fatalidad histórica no han escapado ni los clericales, ni los patriotas, ni los republicanos, ni los socialistas; no pueden, por consiguiente, escapar los anarquistas, que son hombres como todos los otros -acuérdate de eso- a los cuales la violencia es sugerida, no por el ideal que han abrazado, sino por la insinuación incansable y funesta de la opresión y la miseria. De cualquier manera que se juzguen estos hechos, ellos son de tal naturaleza que ni la simpatía ni la contrariedad pueden bastar a provocarlos o a impedirlos; pues jamás la propaganda de una idea, por cuanto hecha violentamente, puede llegar a consecuencias tan extraordinarias, sino la presión violenta de toda una organización corrupta y provocadora.

Y además, es natural e inevitable que esos súbitos estallidos de indignación prorrumpan de entre los prosélitos de aquellas ideas, que, queriendo el más completo cambio de la sociedad, se atraen, por esto, a todos aquellos que al presente están descontentos del estado social de cosas.

Los mismos acontecimientos se producirían si no existieran anarquistas; cambiaría su nombre político, he ahí todo.

De una sola manera pueden evitarse algunos hechos: eliminando las causas que los determinan. Y nosotros los anarquistas somos los más lógicos en combatir la violencia, porque somos partidarios de un orden social en que el amor y la solidaridad sean norma de vida para los hombres, en lugar de la coacción; y porque educamos la conciencia en el respeto recíproco de la libertad y de la existencia. Si hoy la libertad y la vida humana no se respetan, porque una falsa organización social impulsa a la gente a devorarse, si entre los que se defienden y se rebelan contra la violencia hay también anarquistas, ¿qué culpa tienen las ideas y los que las sustentan?

Pero, tú me dirás, si no hicieran relampaguear su imposible utopía ante los ojos de los que creen, muchos de éstos no se rebelarían.

Dejemos ahora la utopía de la cual en otra ocasión te diré la posibilidad; pero, si se siguiera tu razonamiento, en el mundo no habría ni civilización ni progreso. Tú, por ejemplo, no enseñarías a la gente a lavarse con jabón por miedo a que alguien, no teniendo dinero para comprarlo, lo robara.

Ciertamente que el contraste entre las bellezas del ideal anárquico y las fealdades de la realidad presente, es una causa determinante de rebelión; pero, ¿debemos, por eso, abstenernos de propagar la anarquía?

Los anarquistas no son violentos; te lo confirma la luminosa idea de paz y de justicia que los guía. Si se hiciera una estadística se vería que el buen orden y el respeto a la vida ajena -de que tan tierna te muestras- son mayores en los ambientes en que el elemento anárquico es más fuerte. También un procurador del rey dijo una vez en un proceso que, desde que en su ciudad se había hecho más intensa la propaganda anárquica, habían disminuido sensiblemente los delitos contra las propiedades y las personas.

¿Qué cuentan, frente a esta obra de educación moral, los pocos actos de rebelión violenta que tú no apruebas, y que justos o injustos, son efectos inevitables del triste ambiente en que se desarrollan y que nosotros queremos transformar?

Solamente que el nuevo ambiente que nosotros queremos estará puro de cualquier mancha de dolor y de sangre; y, antes de acusar a los anarquistas de responsabilidades que no les pertenecen, júntate a ellos, con corazón bueno y gentil, para acelerar el día en que verdaderamente no sean más posibles en el mundo esas violencias que aborreces.

Luigi Fabbri
17 de enero de 1902

Capitalismo y Estado (Max Stirner)

domingo, diciembre 20th, 2015

Detalle de "Capitalismo" de Pepe Valera

Max Stirner fue un educador y filósofo alemán cuyas posturas profundizan en el egoísmo o solipsismo moral. sus reflexiones filosófico-políticas sobre el individuo soberano sentaron las bases para al menos una parte importante del anarquismo individualista. El siguiente texto es un pequeño extracto de su ensayo El único y su propiedad (1844)

Burgueses y obreros creen en la verdad del dinero; quienes no lo tienen están tan penetrados de esta realidad como quienes lo tienen, los laicos como los clérigos. El dinero rige el mundo, es la tónica de la época burguesa. Un gentil hombre sin un sueldo y un trabajador sin un sueldo son, igualmente, muertos de hambre, sin valor político. Nada son el nacimiento ni el trabajo, sólo el dinero es fuente del valor. Los poseedores gobiernan, pero el Estado elige entre los no poseyentes sus siervos y les distribuye algunas sumas (salarios, sueldos) en la medida en que administran (gobiernan) en su nombre.

Yo recibo todo del Estado. ¿Puedo tener alguna cosa sin permiso del Estado? No, todo lo que podría obtener así, me lo arrebata advirtiendo que carezco de títulos de propiedad: todo lo que poseo lo debo a su clemencia. La burguesía se apoya únicamente en los títulos. El burgués sólo es lo que es, gracias a la benévola protección del Estado. Tendría que perderlo todo si el poder del Estado llegara a desplomarse. Pero, ¿cuál es la situación del desposeído en esta bancarrota social del proletariado? Como todo lo que tiene, y lo que podría perder, se escribe con un cero, no tiene para ese cero ninguna necesidad de la protección del Estado. Por el contrario, sólo puede ganar si esa protección llegase a faltar a los protegidos.

Así, el desposeído considera al Estado como un poder tutelar de los poseedores; ese ángel guardián capitalista es un vampiro que le chupa la sangre.

El Estado es un Estado burgués, es el status de la burguesía. Concede su protección al hombre, no en razón de su trabajo, sino en razón de su docilidad (lealtad), según usa los derechos que el Estado le concede, conformándose a la voluntad o, dicho de otro modo, a las leyes del Estado.

El régimen burgués entrega a los trabajadores a los poseedores, es decir, a los que tienen algún bien del Estado (y toda fortuna es un bien del Estado, pertenece al Estado, y no es dada más que en feudo al individuo) y particularmente a los que tienen en sus manos el dinero, a los capitalistas.

El obrero no puede obtener de su trabajo un precio que corresponda al valor del producto de ese trabajo para su consumidor. ¡EI trabajo está mal pagado! El beneficio mayor va al capitalista. Pero bien pagados, y más que bien pagados, están los trabajos de quienes contribuyen a realzar el brillo y el poder del Estado, los trabajos de los altos servidores del Estado. El Estado paga bien, para que los buenos ciudadanos, los poseedores, puedan pagar mal impunemente. Se asegura, pagándolos bien, la fidelidad de sus servidores, y hace de ellos, para la salvaguardia de los buenos ciudadanos, una policía (a la policía pertenecen los soldados, los funcionarios de todas clases, jueces, pedagogos, etc., en suma toda la máquina del Estado). Los buenos ciudadanos, por su parte, le pagan, sin torcer el gesto, grandes impuestos, a fin de poder pagar tanto más miserablemente a sus obreros. Pero los obreros no son protegidos por el Estado en cuanto obreros; como súbditos del Estado, tienen simplemente el codisfrute de la policía, que les asegura lo que se llama una garantía legal; así la clase de los trabajadores sigue siendo una potencia hostil frente a ese Estado, el Estado de los ricos, el reino de la burguesía. Su principio, el trabajo, no es estimado en su valor, sino explotado; es el botín de guerra de los ricos, del enemigo.

Los obreros disponen de un poder formidable y cuando lleguen a darse bien cuenta de él y se decidan a usarlo, nada podrá resistirles. Bastará que cesen todo trabajo y se apropien de todos los productos de su trabajo, que los consideren.y los gocen como propios. Éste es el sentido de los motines obreros que vemos estallar casi por todas partes.

¡El Estado está fundado sobre la esclavitud del trabajo! Cuando el trabajo sea libre, se desmoronará el Estado.

Max Stirner

La propiedad, según Émile Armand

martes, septiembre 29th, 2015

Detalle de "El banquete" de Maugdo Vásquez

Émile Ármand (1872-1962) fue un anarquista francés, el más importante exponente del individualismo anarquista y del amor libre en los primeros años del siglo 20. El siguiente texto fue publicado en el periódico anarquista Minus One en 1965. Traducción al español por Javier Villate

En la sociedad actual, la propiedad no es más que el privilegio de una pequeña minoría, comparada con la multitud de las clases trabajadoras. Sea cual sea la naturaleza del objeto poseído (un campo, una casa, una fábrica, dinero, etc.), su propietario lo ha adquirido mediante la explotación de otras personas o por herencia, y en el último caso el origen de la riqueza es el mismo que en el primero.

Además, ¿qué hacen con esta riqueza sus propietarios? Algunas la utilizan para obtener, a cambio, una vida de ocio, para degustar todos los tipos de placeres a los que solo el dinero da acceso. Estos son los zánganos, los parásitos que se excusan de todo esfuerzo personal y dependen meramente del trabajo de otros. Para sacar provecho a sus fincas o granjas, por ejemplo, emplean una fuerza de trabajo que pagan inadecuadamente y que, aunque proporciona todo el trabajo, no obtiene ningún beneficio real, no recibe un salario adecuado por su trabajo. En cuanto a sus propiedades no inmobiliarias, las utiliza para nes estatistas o para la explotación capitalista. Quien posee más de lo que necesita para su propio consumo o más de lo que puede rentabilizar por sí mismo, bien directamente, mejorando sus propiedades u organizando los intereses industriales, bien indirectamente, confiando su
capital a la industria o al estado, es un explotador del trabajo de otros.

A lo largo de la historia, el tamaño de determinadas propiedades ha impedido su desarrollo pleno y racional. Aunque hubiera trabajadores sin empleo y familias sin techo, ha habido grandes extensiones de terrenos baldíos por falta de una buena organización.

Es contra esta propiedad burguesa, reconocida y celosamente guardada
por el estado, que se han levantado todos los revolucionarios, todos aquellos que propagan ideas emancipadoras y cuya ambición es mejorar las condiciones de vida de las masas. Es esta propiedad que los socialistas, comunistas y antiestatistas de todas las tendencias atacan y desean destruir. Es esto lo que, por otra parte, alimenta el ilegalismo, el robo, instintivo y brutal en algunos casos, consciente y calculado en otros.

El comunismo ha resuelto el problema arrebatando al estado el capital y los medios de producción para devolverlos a la colectividad, que ahora es el soberano y que distribuye las ganancias según el esfuerzo de cada uno.

Pero esté la propiedad en manos del estado, de la colectividad, del sistema comunista o de unos pocos capitalistas, como en la actualidad, el individuo es siempre dependiente de la comunidad, esta engendra al amo y al esclavo, a los dirigentes y a los dirigidos. Sometido económicamente, el trabajador conserva una mentalidad acorde con sus condiciones de dependencia. Estrictamente
hablando, es la herramienta, el instrumento, la máquina productiva de su explotador, sea este individual o social. Es difícil, en tales condiciones, ser un individuo plenamente desarrollado y consciente.

Abordemos ahora el punto de vista individualista, que quiere la libre
expansión del yo individual. El individualismo considera el asunto de una forma diferente y propone una solución que no implica que el indidivuo deba ser tratado como una máquina. Reclama, sobre todo, que cada trabajador posea, de forma inalienable, sus medios de producción, sean estos del tipo que sean (herramientas, tierras, libros, etc.). Estos medios de producción pueden pertenecer a una asociación o a un individuo; eso depende de los acuerdos que se hagan.

La cuestión crucial es que las herramientas, cualesquiera que sean, deben ser propiedad del productor o productores, y no del estado, grandes compañías o la comunidad en la que el individuo haya nacido.

Además, es esencial que el trabajador disponga libremente del producto de su trabajo, según sus deseos y necesidades. No debería sufrir ninguna interferencia externa en el uso que haga del mismo. El individuo o la asociación debería poder consumir su propio producto, sin tomar en cuenta a nadie más, o intercambiarlo gratuitamente o por alguna otra cosa, y además debería poder elegir a aquellas personas con las que intercambiará sus productos y lo que recibirá a cambio.

Una vez que el individuo posea sus propias herramientas y su producto, el capitalismo dejará de existir. Y de la transformación de las condiciones de trabajo, el individuo obtendrá algo más que una mejora económica: obtendrá un beneficio desde el punto de vista ético. En lugar de ser un mero asalariado, víctima explotada del patrón, a quien le da completamente igual la fabricación del producto porque no dispone de él y que busca escatimar sus esfuerzos porque será otro quien se beneficie de ellos, el productor individualista se interesará en su trabajo, buscará perfeccionarlo constantemente, hacer nuevas mejoras y tomar iniciativas. Obtendrá autorrespeto por el trabajo que hace, una saludable satisfacción personal y un vivo interés para que su trabajo ya no sea una tarea dura, sino fuente de satisfacciones. El mismo gusto por el trabajo, la misma lucha contra la rutina y la monotonía se podrán encontrar en todos los oficios y actividades, un gusto que, en el presente, es el privilegio de una minoría, generalmente intelectuales, artistas,
expertos, escritores, todos aquellos que trabajan bajo el impulso de una vocación elegida libremente.

La propiedad, así entendida y aplicada, ya no tiene nada en común con
«la propiedad es un robo»; marca una etapa de la evolución y, aparentemente, está en la base de la emancipación completa, de la liberación de todas las autoridades. Supondrá la restitución del poder creativo al individuo, según sus capacidades, adecuadamente entendidas.

Parece razonable que puedan establecerse acuerdos entre consumidores
y productores para evitar la sobreproducción, es decir, una vez que haya desaparecido la especulación, el excedente de producción después de que se hayan cubierto las necesidades del productor o, mediante el intercambio, las necesidades del consumidor. Habiendo desaparecido la especulación y la explotación, no hay pruebas de que la acumulación represente más peligros que bajo el comunismo. Se trate del comunismo o del individualismo, su realización económica en términos prácticos no puede separarse de una nueva mentalidad, de una autoconciencia que elimina la necesidad de un control autoritario, se llame este como se llame.

El individualismo antiautoritario, en cualquier esfera en que uno pueda imaginarlo, es una función de la ausencia total de control o supervisión, cuya existencia nos devolvería a la práctica de la autoridad.

Émile Armand (1965)