Nosotros, los antidesarrollistas

enero 18th, 2013 by Estiven Maickol

Detalle de "Paisaje industrial" de Andrés Vijande

Texto extraído de Perspectivas antidesarrollistas, escrito por el historiador y militante anarquista español Miguel Amorós.

La fe en el crecimiento económico ilimitado como solución a los males sociales ha sido inherente al régimen capitalista, pero no fue hasta los años cincuenta del siglo pasado cuando dicha fe, bajo el nombre de desarrollismo, se convirtió en una política de Estado. A partir de entonces, la Razón de Estado fue principalmente Razón de Mercado. Por primera vez, la supervivencia de las estructuras de poder estatales no dependía de guerras, aunque fueran “frías”, sino de economías, preferentemente “calientes”. La libertad, siempre asociada al derecho civil, pasaba cada vez más por el derecho mercantil. Ser libre fue a partir de entonces, exclusivamente, poder trabajar, comprar y vender libremente, sin regulaciones, sin trabas. En lo sucesivo, el grado de libertad de las sociedades capitalistas vino determinado por el porcentaje de parados (cesantes) y el nivel de consumo, es decir, por el grado de integración de los trabajadores. Y corolariamente, la protesta social más auténtica se definió como rechazo al trabajo y al consumismo, es decir, como negación de la economía independizada de la colectividad, como crítica antiindustrial, como antidesarrollismo.

Pronto, el desarrollismo se ha convertido en una amenaza no sólo para el medio ambiente y el territorio, sino para la vida de las personas, reducida ya a los imperativos laborales y consumistas. La alteración de los ciclos geoquímicos, el envenenamiento del entorno, la disolución de los ecosistemas, ponen literalmente en peligro la continuidad de la especie humana. La relación entre la sociedad urbana y el entorno suburbializado ha sido cada vez más crítica, pues la urbanización generalizada del mundo conlleva su banalización destructiva no menos generalizada: uniformización del territorio mediante su fácil accesibilidad; destrucción territorial por la contaminación y el ladrillo; ruina de sus habitantes por inmersión en un nuevo medio artificializado, sucio y hostil. El desarrollismo, al valorizar el territorio y la vida, era inherente a la degradación del medio natural y la descomposición social, pero, a partir del momento en que cualquier forma de crecer devino fundamentalmente en una forma de destruir, la destrucción misma llegó a ser un factor económico nuevo y se convirtió en condición sine qua non. El desarrollismo encontró sus límites en el agotamiento de recursos, el calentamiento global, el cáncer y la producción de basura. Las fuerzas productivas autónomas eran principalmente fuerzas destructivas, lo cual volvía problemático y peligroso las huidas hacia delante. Pero la solución al problema, desde la lógica capitalista, residía en ese mismo peligro. Gracias a él podían convertirse en valor de cambio los elementos naturales gratuitos como el sol, el clima, el agua, el aire, el paisaje… O los síntomas de descomposición social como el vandalismo, la agresividad, los robos, la marginación… El riesgo se volvió capital. Las críticas ecológicas y sociológicas proporcionaron ideas y argumentos a los dirigentes mundiales. Así pues, la nueva clase dominante ligada a la economía globalizada, ha creído hallar la solución en el sindicalismo de concertación, la tecnología policial, el consumismo “crítico”, el reciclaje y la industria verde; en resumen, en el desarrollismo “sostenible” y su complemento político, la democracia “participativa.”

El crecimiento económico, a partir de los años setenta, no pudo asegurarse más por la mano de obra y pasó a depender completamente del desarrollo técnico. La tecnología se transformó en la principal fuerza productiva, suprimiendo las contradicciones que se desprendían de la preponderancia de la fuerza de trabajo. En adelante los obreros dejaban de ser el elemento principal del proceso productivo, y por consiguiente, perdían interés como factor estratégico de la lucha social. Si los conflictos laborales nunca habían cuestionado la naturaleza alienante del trabajo, ni el objeto o las consecuencias de la producción, puesto que las luchas obreras siempre se movían en la órbita del capital, menos cuestionarían ahora el meollo del problema, la máquina, condenándose a la ineficacia más absoluta como luchas por la libertad y la emancipación. Las ideologías obreristas eran progresistas; consideraban el trabajo como una actividad moralmente neutra y mantenían una confianza ciega en la ciencia y la técnica, a las que suponían los pilares del progreso una vez los medios de producción cayeran en manos proletarias. Criticaban el dominio burgués por no poder desarrollar a fondo sus capacidades productivas, o sea, por no poder ser suficientemente desarrollista. En ese punto demostraron estar equivocadas: el capitalismo, en lugar de inhibir las fuerzas productivas las va desarrollando al máximo. La sociedad plenamente burguesa es una sociedad de la abundancia. Y precisamente es esa abundancia, producto de dicho desarrollo, la que ha destruido la sociedad. En el polo opuesto, los antidesarrollistas, por definición contrarios al crecimiento de las fuerzas productivas, cuestionan los medios de producción mismos, ya que la producción, cuya demanda viene determinada por necesidades ficticias y deseos manipulados, es en su mayoría inútil y perjudicial. Lejos de querer apropiarse de ellos, aspiran a desmantelarlos. No apuestan por la autogestión de lo existente, sino por el retorno a lo local. También cuestionan la abundancia, por ser sólo abundancia de mercancías. Y critican el concepto obrerista de crisis como momento ascendente de las fuerzas revolucionarias. Bien al contrario, el capitalismo ha sabido instalarse en ella y demostrar más capacidad de maniobra que sus supuestos enemigos. La historia de los últimos años enseña que las crisis, lejos de hacer emerger un sujeto histórico cualquiera, no han hecho más que catapultar la contrarrevolución.

La visión del futuro proletario era la sociedad convertida en fábrica, nada esencialmente distinto del presente, en que la sociedad entera es un hipermercado. La diferencia obedece a que en el periodo de dominio real del capital los centros comerciales han sustituido a las fábricas y, por lo tanto, el consumo prima sobre el trabajo. Mientras las clases peligrosas se convertían en masas asalariadas dóciles, objetos pasivos del capital, el capitalismo ha profundizado su dominio, aflojando los lazos que le ligaban al mundo laboral. A su manera, el capitalismo moderno también está contra el trabajo. En la fase anterior de dominio capitalista formal se trabajaba para consumir; en la actual, hay que consumir incesantemente para que el trabajo exista. La lucha antidesarrollista quiere romper este círculo infernal, por lo que parte pues de la negación tanto del trabajo como del consumo, cosa que lleva a cuestionar la existencia de los lugares mal llamados ciudades, donde ambas actividades son preponderantes. Condena esos conglomerados amorfos poblados de masas solitarias en nombre del principio perdido que presidió su fundación: el ágora. Es la dialéctica trabajo/consumo la que caracteriza a las ciudades al mismo tiempo como empresas, mercados y fábricas globales. Por eso, el espacio urbano ha dejado de ser un lugar público para la discusión, el autogobierno, el juego o la fiesta, y su reconstrucción se rige por los criterios más espectaculares y desarrollistas. La crítica del desarrollismo es entonces una crítica del urbanismo; la resistencia a la urbanización es por excelencia una defensa del territorio.

La defensa del territorio, que tras la desaparición de la agricultura tradicional se sitúa en el centro de la cuestión social, es un combate contra su conversión en mercancía, o sea, contra la constitución de un mercado del territorio. El territorio es ahora el factor desarrollista fundamental, fuente inagotable de suelo para urbanizar, promesa de gigantescas infraestructuras, lugar para la instalación de centrales energéticas y vertederos, espacio ideal para el turismo y la industria del ocio… Es una mina inagotable de impuestos y puestos de trabajo basura, algo con lo que poner de acuerdo a las autoridades regionales, las fuerzas vivas municipales y los ecologistas neorrurales, para quienes la cuestión territorial es sobre todo un problema fiscal y de empleos. La lógica de la mercancía está fragmentando y colonizando el territorio desde las conurbaciones, componiendo con todo un solo sistema metropolitano. Las luchas antidesarrollistas tienen pues en la defensa del territorio un dique contra la oleada urbanizadora del capital. Intentan que retrocedan las fronteras urbanas. Son luchas por la recuperación del colectivismo agrario y por la desurbanización. Pero también son luchas que buscan el reencuentro y la comunicación entre las personas, luchas por el restablecimiento de la vida pública.

Para que el antidesarrollismo llene de contenido las luchas sociales ha de surgir una cultura política radicalmente diferente a la que hoy predomina. Es una cultura del “no”. No a cualquier imperativo económico, no a cualquier decisión del Estado. No se trata pues de participar en el juego político actual para contribuir en la medida que fuere a la administración del presente estado de cosas. Se trata mejor de reconstruir entre los oprimidos, fuera de la política pero en el seno mismo del conflicto, una comunidad de intereses opuestos a dicho estado. Para eso la multiplicidad de intereses locales ha de condensarse y reforzarse en un interés general, a fin de plasmarse a través del debate público en objetivos concretos y alternativas reales. Una comunidad así ha de ser igualitaria y estar guiada por la voluntad de vivir de otro modo. La política antidesarrollista se basa en el principio de la acción directa y la representación colectiva, por lo que no ha de reproducir la separación entre dirigentes y dirigidos que conforma la sociedad vigente. En esa vuelta a lo público, la economía ha de regresar al domus, ha de volver a ser lo que fue, una actividad doméstica. La comunidad ha de asegurarse contra todo poder separado, por un lado, organizándose horizontalmente mediante estructuras asamblearias, y controlando lo más directamente posible a sus delegados o enlaces, de forma que no se conviertan en jerarquías formales o informales. Por el otro, rompiendo la sumisión a la racionalidad mercantil y tecnológica. Nunca podrá dominar las condiciones de su propia reproducción inalterada si actúa de otro modo, es decir, si cree en la tecnología y en el mercado, si reconoce alguna legitimidad en las instituciones del poder dominante o adopta sus métodos de funcionamiento.

Para recuperar y desactivar la rebelión social, principalmente juvenil, contra las nuevas condiciones de la dominación, las que obedecen al mecanismo de construcción/destrucción/reconstrucción típico del desarrollismo, se pone en marcha una versión degenerada de la lucha de clases, los llamados “movimientos sociales”, plataformas inclusive. Puesto que ya no se quiere otro orden social, el mito del “ciudadano” puede sustituir cómodamente al mito del proletariado en los nuevos esquemas ideológicos. El ciudadanismo es el hijo más legítimo del obrerismo y del progresismo caducos. No surge para enterrarlos, sino para revitalizar su cadáver. En un momento en que no hay más auténtico diálogo que el que pueda existir entre los núcleos rebeldes, aquél sólo pretende dialogar con los poderes, hacerse un hueco desde donde tratar de negociar. Pero la comunidad de los oprimidos no ha de intentar coexistir pacíficamente con la sociedad opresora pues su existencia no se justifica sino en la lucha contra ella. Una manera de vivir diferente no ha de cimentarse en el diálogo y la negociación institucional con la forma esclava precedente. Su consolidación no vendrá pues ni de una transacción, ni de una crisis económica cualquiera, sino de una secesión masiva, de una disidencia generalizada, de una ruptura drástica con la política y con el mercado. En otras palabras, de una revolución de nuevo tipo. Puesto que el camino contrario a la revolución conduce no sólo a la infelicidad y la sumisión, sino a la extinción biológica de la humanidad, nosotros, los antidesarrollistas, estamos por ella.

El pensamiento antidesarrollista o antiindustrial no representa una nueva moda, una crítica puramente negativa del pensamiento científico y de las ideologías progresistas, o un vulgar primitivismo que propugna retroceder a un momento cualquiera de la Historia. Tampoco es una simple denuncia de la domesticación del proletariado y del despotismo del capital. Menos todavía algo tan mistificador como una teoría unitaria de la sociedad, propiedad de la última de las vanguardias o del último de los movimientos. Va más allá que eso. Es el estadio más avanzado de la conciencia social e histórica. Es una forma determinada de conciencia de cuya generalización depende la salvación de la época.

Miguel Amorós

No tengo banderas en mi casa

enero 10th, 2013 by Estiven Maickol

Detalle de "Hero of Little Round Top" de Mort Künstler

Una bandera no me representa,
porque un gobierno no me representa,
ni los héroes, ni la historia
ni ninguno de los símbolos que impone la patria,
porque un país es sólo un contrato
y mis amigos son de todo el mundo.
Ni lealtad, ni cariño ni orgullo,
mi sangre está llena de tierra.
Puedo compartir salir o entrar
sin pertenecer a nada ni a nadie,
porque los nombres son sólo palabras
que aprendimos de memoria.
Mi único país es mi cuerpo
y en el entra quien quiera,
yo no tengo ninguna bandera en mi casa,
porque yo no tengo casa.

Marcel Duchamp

El futbolista «suicidado» por el deporte profesional

diciembre 23rd, 2012 by Estiven Maickol

Detalle de "Botas de fútbol" de Renzo Renedo

Artículos extraídos de Página/12, publicados en Abril del 2000 a raíz del suicidio del futbolista argentino Marko Saric, en ese entonces jugador del club San Lorenzo de Almagro.

Mirko Saric era un futbolista de 21 años que, un mediodía de este mes, decidió quitarse la vida. Su caso impactó a toda la opinión pública por la manera en que se suicidó –se ahorcó–, porque jugaba en uno de los clubes llamados grandes y porque había en él muchos elementos para que uno se identificara rápidamente: jugaba bien, llegó a la selección juvenil, era alto, iba a ser modelo.

El caso tiene elementos que lo sitúan en el campo deportológico y otros que lo ubican en el campo psicopatológico. Mirko era un adolescente que vivía con su familia de origen: el suicidio es la segunda causa de muerte en adolescentes, luego de los accidentes de tránsito (él había tenido uno pocos días antes) y es más común en varones.

Mirko estaba lesionado gravemente: había sido operado en Enero y tenía la lesión más grave e incierta que puede tener un futbolista, la misma que Martín Palermo: ligamentos cruzados de la rodilla; ocho o nueve meses, con suerte. El lesionado se siente excluido y puede caer en una severa depresión: «Pensé que tenía que largar todo», había confesado Mirko luego de la lesión.

La personalidad de Mirko se presenta como débil, frágil, sensible, con muchos altibajos en su ánimo: lejos de la fortaleza psíquica necesaria para sobrevivir en este deporte, y con un cuadro aparente de conflictiva familiar. Luego de su muerte, su hermana se quejó públicamente de que el club no se había ocupado de los aspectos psicológicos de su hermano, quien había empezado hacía una semana tratamiento con una psicóloga que le buscó y le pagó su familia (luego de haber dejado el tratamiento psiquiátrico por miedo a que los medicamentos fuesen leídos como doping).

Todo el que no juega –suplente, expulsado, lesionado– se siente excluido, pero el lesionado vive además con la incertidumbre de su futuro. Eso era terrible para un chico que ya había jugado 52 partidos en Primera División y que había sido «bajado» a Tercera, luego de haber llegado a valer 10 millones de dólares. El lesionado suele sentir una gran percepción de fracaso, una gran indefensión, una baja de la autoestima, una gran culpa y autorreproches que lo llevan al desánimo más absoluto. Y pierde contacto con el grupo, pero esto es un error de sus responsables.

El club tiene responsabilidad, ya que Mirko se accidentó trabajando con la pelota. Y no había un equipo de profesionales de la salud –psicólogo deportólogo-asistente social-psicólogo social– con una estrategia de prevención que pudiera haber hecho un seguimiento durante todos los años que Mirko estuvo en San Lorenzo, donde hizo todas las inferiores. ¿El club no debiera cuidar la mente tanto como el cuerpo de su «mercancía humana»? Y la Asociación del Fútbol Argentino, ¿puede mirar para otro lado? Así como hace a los futbolistas controles clínicos, cardiológicos y odontológicos, ¿no habrá llegado la hora de agregar los controles psicológicos?

Pero, en este deporte de «machos», recurrir a la psicología es visto por muchos como un signo de debilidad, sólo para locos y/o enfermos y no para deportistas normales en situaciones de crisis y cambios. A todo esto hay que sumar las terribles presiones del entorno –periodistas, representante, familia, público, sponsors–, la salvaje competitividad con los compañeros por un lugar, la condición de ser futbolista y no estar preparado para otra cosa. Este deporte ha devenido un negocio y se ha transformado en una picadora de carne bajo el lema de que «el show debe seguir». Después de la muerte de Mirko, San Lorenzo jugó tres partidos en una semana.

(*) Escrito por Marcelo Roffé, psicólogo deportivo y autor del libro Psicología del jugador de fútbol: con la cabeza hecha pelota.

Reclutamiento de niños para el espectaculo deportivo: Construir-destruir un ídolo

El modelo de reclutamiento de niños y jóvenes que la sociedad del espectáculo-fútbol instituye es sólo para aquellos que desde muy pequeños tienen, o podrían tener, alguna habilidad innata para el fútbol. Para detectarlos es necesaria una red de instituciones que comienzan con los «representantes» regionales, que rápidamente les hacen firmar un contrato a los padres del niño: ceden derechos que sólo parecen ser deportivos, pero en realidad están cediendo su patria potestad. Esta verdadera leva seductora de niños envuelve a padres no sólo acuciados por necesidades básicas, sino también deslumbrados por la expectativa de ascenso social que el poder de la sociedad-espectáculo genera. Las familias toman estos contratos como una solución a sus problemas presentes y futuros. Unos pesos hoy, los sueños de salvación y ascenso social para dentro de unos años con el hijo futbolista. Para el niño queda el sueño y la exigencia de constituirse en ídolo futbolístico. Se trata, nada más y nada menos, de construir un ídolo. Claro que sólo dos jóvenes sobre cien llegan a jugar en Primera división, con suerte diversa.

Desde el momento en que el niño entra en este sistema «educativo-deportivo» va pasando de empresa en empresa a medida que su valor como jugador crece. Los jóvenes se ven así internados, preparándose para el futuro que cada vez llega más rápido. Como la Argentina es uno de los exportadores de jugadores de fútbol, y a causa de la crisis que atraviesan los clubes, se obliga a los niños-atletas a salir cada vez más temprano del horno a un mundo de dinero, fama, fotos, ropa. Sometidos a un ideal tiránico y despótico van en busca de la oportunidad que saben escasa.

No es de extrañar, entonces, que salgan a la cancha persignándose. La superstición puede ayudarlos, pero un poco más allá vemos que los jugadores entran en la cancha encomendándose a Dios. Los futbolistas parecen necesitar una religión privada que los proteja de las tremendas exigencias de los clubes, de los entrenadores, de la televisión. Rituales para aplacar una tensión tremenda que el aparato psíquico tan joven no puede absorber.

El suicidio de Saric nos pinta ese infierno en las puertas del éxito. Dice que nada de juego hay en esta empresa de divertir a las masas gobernada por la eficacia y el éxito, y habla de los costos de este pasaje de la adolescencia a la adultez. El joven de San Lorenzo estaba cerca del limbo futbolero, conocía ciertas mieses de la televisión, pero algo de este sistema, de este mito cultural de ascenso social le resultaba insoportable: cuidarse, entrenarse, rendir, casarse joven, tener sexo según las recomendaciones del técnico, concentrar; en suma, la enorme alienación que escamoteó de su vida el placer de jugar al fútbol. El acto de Saric emerge como denuncia del mito que le fueron inculcando desde los nueve años dentro de la «familia futbolera».
Cuando los jóvenes pueden cuestionar los valores, los mitos familiares y sociales de su entorno, cuando han elaborado una visión crítica y propia del mundo en que viven, encuentran sentido a lo que hacen. De lo contrario el superyó los tiraniza y somete, condenándolos a reproducir los ideales, en este caso los de la sociedad del fútbol.

El suicidio de Saric cuestiona la institución que se apropió de la vida de miles de chicos convenciéndolos de que iban camino a convertirse en dioses, y muestra el tipo de subjetividad que invita a constituir: o se triunfa, o la vida carece de sentido.

(*) Escrito por César Hazaki, psicoterapeuta y editar de la publicación argentina Revista Topía