El futbolista «suicidado» por el deporte profesional
Artículos extraídos de Página/12, publicados en Abril del 2000 a raíz del suicidio del futbolista argentino Marko Saric, en ese entonces jugador del club San Lorenzo de Almagro.
Mirko Saric era un futbolista de 21 años que, un mediodía de este mes, decidió quitarse la vida. Su caso impactó a toda la opinión pública por la manera en que se suicidó –se ahorcó–, porque jugaba en uno de los clubes llamados grandes y porque había en él muchos elementos para que uno se identificara rápidamente: jugaba bien, llegó a la selección juvenil, era alto, iba a ser modelo.
El caso tiene elementos que lo sitúan en el campo deportológico y otros que lo ubican en el campo psicopatológico. Mirko era un adolescente que vivía con su familia de origen: el suicidio es la segunda causa de muerte en adolescentes, luego de los accidentes de tránsito (él había tenido uno pocos días antes) y es más común en varones.
Mirko estaba lesionado gravemente: había sido operado en Enero y tenía la lesión más grave e incierta que puede tener un futbolista, la misma que Martín Palermo: ligamentos cruzados de la rodilla; ocho o nueve meses, con suerte. El lesionado se siente excluido y puede caer en una severa depresión: «Pensé que tenía que largar todo», había confesado Mirko luego de la lesión.
La personalidad de Mirko se presenta como débil, frágil, sensible, con muchos altibajos en su ánimo: lejos de la fortaleza psíquica necesaria para sobrevivir en este deporte, y con un cuadro aparente de conflictiva familiar. Luego de su muerte, su hermana se quejó públicamente de que el club no se había ocupado de los aspectos psicológicos de su hermano, quien había empezado hacía una semana tratamiento con una psicóloga que le buscó y le pagó su familia (luego de haber dejado el tratamiento psiquiátrico por miedo a que los medicamentos fuesen leídos como doping).
Todo el que no juega –suplente, expulsado, lesionado– se siente excluido, pero el lesionado vive además con la incertidumbre de su futuro. Eso era terrible para un chico que ya había jugado 52 partidos en Primera División y que había sido «bajado» a Tercera, luego de haber llegado a valer 10 millones de dólares. El lesionado suele sentir una gran percepción de fracaso, una gran indefensión, una baja de la autoestima, una gran culpa y autorreproches que lo llevan al desánimo más absoluto. Y pierde contacto con el grupo, pero esto es un error de sus responsables.
El club tiene responsabilidad, ya que Mirko se accidentó trabajando con la pelota. Y no había un equipo de profesionales de la salud –psicólogo deportólogo-asistente social-psicólogo social– con una estrategia de prevención que pudiera haber hecho un seguimiento durante todos los años que Mirko estuvo en San Lorenzo, donde hizo todas las inferiores. ¿El club no debiera cuidar la mente tanto como el cuerpo de su «mercancía humana»? Y la Asociación del Fútbol Argentino, ¿puede mirar para otro lado? Así como hace a los futbolistas controles clínicos, cardiológicos y odontológicos, ¿no habrá llegado la hora de agregar los controles psicológicos?
Pero, en este deporte de «machos», recurrir a la psicología es visto por muchos como un signo de debilidad, sólo para locos y/o enfermos y no para deportistas normales en situaciones de crisis y cambios. A todo esto hay que sumar las terribles presiones del entorno –periodistas, representante, familia, público, sponsors–, la salvaje competitividad con los compañeros por un lugar, la condición de ser futbolista y no estar preparado para otra cosa. Este deporte ha devenido un negocio y se ha transformado en una picadora de carne bajo el lema de que «el show debe seguir». Después de la muerte de Mirko, San Lorenzo jugó tres partidos en una semana.
(*) Escrito por Marcelo Roffé, psicólogo deportivo y autor del libro Psicología del jugador de fútbol: con la cabeza hecha pelota.
Reclutamiento de niños para el espectaculo deportivo: Construir-destruir un ídolo
El modelo de reclutamiento de niños y jóvenes que la sociedad del espectáculo-fútbol instituye es sólo para aquellos que desde muy pequeños tienen, o podrían tener, alguna habilidad innata para el fútbol. Para detectarlos es necesaria una red de instituciones que comienzan con los «representantes» regionales, que rápidamente les hacen firmar un contrato a los padres del niño: ceden derechos que sólo parecen ser deportivos, pero en realidad están cediendo su patria potestad. Esta verdadera leva seductora de niños envuelve a padres no sólo acuciados por necesidades básicas, sino también deslumbrados por la expectativa de ascenso social que el poder de la sociedad-espectáculo genera. Las familias toman estos contratos como una solución a sus problemas presentes y futuros. Unos pesos hoy, los sueños de salvación y ascenso social para dentro de unos años con el hijo futbolista. Para el niño queda el sueño y la exigencia de constituirse en ídolo futbolístico. Se trata, nada más y nada menos, de construir un ídolo. Claro que sólo dos jóvenes sobre cien llegan a jugar en Primera división, con suerte diversa.
Desde el momento en que el niño entra en este sistema «educativo-deportivo» va pasando de empresa en empresa a medida que su valor como jugador crece. Los jóvenes se ven así internados, preparándose para el futuro que cada vez llega más rápido. Como la Argentina es uno de los exportadores de jugadores de fútbol, y a causa de la crisis que atraviesan los clubes, se obliga a los niños-atletas a salir cada vez más temprano del horno a un mundo de dinero, fama, fotos, ropa. Sometidos a un ideal tiránico y despótico van en busca de la oportunidad que saben escasa.
No es de extrañar, entonces, que salgan a la cancha persignándose. La superstición puede ayudarlos, pero un poco más allá vemos que los jugadores entran en la cancha encomendándose a Dios. Los futbolistas parecen necesitar una religión privada que los proteja de las tremendas exigencias de los clubes, de los entrenadores, de la televisión. Rituales para aplacar una tensión tremenda que el aparato psíquico tan joven no puede absorber.
El suicidio de Saric nos pinta ese infierno en las puertas del éxito. Dice que nada de juego hay en esta empresa de divertir a las masas gobernada por la eficacia y el éxito, y habla de los costos de este pasaje de la adolescencia a la adultez. El joven de San Lorenzo estaba cerca del limbo futbolero, conocía ciertas mieses de la televisión, pero algo de este sistema, de este mito cultural de ascenso social le resultaba insoportable: cuidarse, entrenarse, rendir, casarse joven, tener sexo según las recomendaciones del técnico, concentrar; en suma, la enorme alienación que escamoteó de su vida el placer de jugar al fútbol. El acto de Saric emerge como denuncia del mito que le fueron inculcando desde los nueve años dentro de la «familia futbolera».
Cuando los jóvenes pueden cuestionar los valores, los mitos familiares y sociales de su entorno, cuando han elaborado una visión crítica y propia del mundo en que viven, encuentran sentido a lo que hacen. De lo contrario el superyó los tiraniza y somete, condenándolos a reproducir los ideales, en este caso los de la sociedad del fútbol.
El suicidio de Saric cuestiona la institución que se apropió de la vida de miles de chicos convenciéndolos de que iban camino a convertirse en dioses, y muestra el tipo de subjetividad que invita a constituir: o se triunfa, o la vida carece de sentido.
(*) Escrito por César Hazaki, psicoterapeuta y editar de la publicación argentina Revista Topía
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