Manifiesto de los «Desempleados felices»

Detalle de "Hombres durmiendo" de Schafende Menscen

(*) Lectura pública a tres voces, sobre tumbonas y adornada con diapositivas, ofrecida por primera vez el 14 de agosto de 1996 en el «Mercado de los Esclavos» del Prater (Berlín) ante una asamblea mitad entusiasta, mitad dubitativa. Título original alemán: Die Glücklichen Arbeitslosen. Versión castellana (a partir de las traducciones en inglés, francés y portugués): Round Desk.

Y tú, ¿qué haces en la vida?

Lo que sigue va contra los principios hasta hoy válidos de los Desempleados Felices, a quienes no les gusta empezar por la teoría. Prefieren de lejos la propaganda por medio de los hechos, los malos hechos y sobre todo los no-hechos. Por otra parte, la búsqueda en el ámbito del paro feliz no ha desembocado aún en resultados decisivos y susceptibles de ser presentados aquí. Sin embargo, son necesarias algunas explicaciones, porque el rumor, que ya ha asegurado a los Desempleados Felices una especie de secreta notoriedad, no está exento de malentendidos. Y esto sobre puntos de importancia, como la felicidad y también el paro.

Desde el momento en que se habla de felicidad, la cosa se convierte inmediatamente en sospechosa. La felicidad es irresponsable. La felicidad es burguesa. La felicidad es antialemana. Y además, ¿cómo se puede ser feliz ante la miseria, la violencia y ante unos bollos que cuestan cada vez más caros y que no son más que unas insípidas bolas rellenas de aire?

Paul Watzlawick ya trató de esta clase de argumentos en su libro El arte de amargarnos la vida:

«¿Y si fuéramos absolutamente inocentes del pecado original? ¿Si nadie pudiese reprocharnos el haber contribuido a él? No cabe ninguna duda de que en este caso somos unas víctimas inocentes y puras. ¿Quién se atreverá entonces a cuestionar mi condición de sacrificado? ¿Quién se atreverá incluso a pedirme que haga algo por remediar mi desdicha? Lo que me fue infligido por Dios, los cromosomas y las hormonas, la sociedad, los padres, la policía, los maestros y los médicos, los jefes y, peor que todo, los amigos, es tan injusto y provoca tanto dolor, que solamente insinuar que tal vez yo pudiera hacer algo al respecto es añadir el insulto al daño. ¡Sin contar con que tampoco es una actitud científica!»

Para extendernos sobre este tema, sería necesario que nos hundiéramos en las profundidades de la psicología, de lo cual nos guardaremos bien. Pero aún se pueden encontrar otros argumentos contra la persecución de la felicidad. Se dice por ejemplo que el totalitarismo pretende hacer feliz a las personas contra su propia voluntad. Al respecto, los trabajadores y los demandantes de desgraciados empleos no tienen por qué preocuparse: los Desempleados Felices no tienen la intención de imponerles ninguna forma de felicidad, cualquiera que sea. Es cierto que la felicidad es un argumento de venta típico de toda clase de charlatanes que intentan colarnos su remedio milagroso. Pero los Desempleados Felices no tienen ningún remedio que vender. En el plano programático, consideramos la cuestión tal como Lautreámont la formuló en 1869:

«Hasta hoy, se ha descrito la infelicidad para inspirar el terror y la piedad; yo describiré la felicidad para inspirar justamente lo contrario.»

Y ahora vayamos al grano.

El paro no es un problema, quizá sea una solución

Todos sabemos que ya no se puede abolir el paro. Si la empresa funciona mal, se despide a los trabajadores. Si va bien, se invierte en automatización y se despide del mismo modo. Antes, la mano de obra era necesaria porque había trabajo. Ahora se necesita desesperadamente trabajo porque sobra mano de obra y nadie sabe qué hacer con ella, ya que las máquinas trabajan más deprisa, mejor y más barato.

La automatización fue siempre un sueño de la humanidad. Hace 2.300 años, el Desempleado Feliz, Aristóteles, ya decía:

«Si cada herramienta pudiese cumplir por sí sola su función; si, por ejemplo, la aguja del telar pudiese trabajar sola, el maestro no necesitaría de ningún ayudante y el amo de ningún esclavo.»

Hoy ya se cumplió este sueño, pero en la forma de una pesadilla para todos, porque las relaciones sociales no cambiaron tan rápidamente como la tecnología. Sin embargo, este proceso no tiene retroceso, marcha atrás posible: los robots y las máquinas jamás serán sustituidos por trabajadores. Y, por otra parte, cuando se hace necesaria o se pretende una mayor ganancia, o plusvalía, el trabajo «humano» se desplaza hacia países donde la mano de obra es más barata, o se utilizan trabajadores inmigrantes muy mal pagados. Semejante espiral descendente sólo podría ser detenida por el restablecimiento de la esclavitud.

Todo el mundo lo sabe, pero nadie lo puede decir. Desde la oficialidad –instituciones, para-instituciones y la propia víctima– se lanzan a la «lucha contra el paro», aunque, en realidad, luchan únicamente contra los parados. Para ello, falsifican las estadísticas, «ocupan» –en el sentido militar de la palabra– a los parados y ejercen controles sin fin para importunarlos. Y como estas medidas nunca acaban de convencer, entonces apelan a la moral y piden al parado que asuma que es él quien tiene la culpa de su situación, exigiéndole pruebas de la «búsqueda activa de trabajo». Todo para adecuar la realidad a la propaganda. Pero he aquí que llega el Desempleado Feliz y dice en voz alta lo que todo el mundo ya sabe.

«Desempleo» es, desde luego, una mala palabra, un término con connotaciones negativas, la otra cara de la moneda del trabajo. Un desempleado no es más que un trabajador sin trabajo. Nada se dice acerca de esta misma persona como poeta, paseante, buscador, respirador. En público, sólo se puede hablar de falta de trabajo. Sólo en el ámbito privado, sin periodistas, sociólogos y otros espías presentes, podemos atrevernos a ser honestos:

«¡Despedidme, hijos de puta! Por fin voy a tener tiempo para divertirme, ir a fiestas todas las noches y ya no tendré que comer deprisa los platos recalentados en el microondas y podré follar sin trabas.»

¿Debería superarse esta separación entre sabiduría privada y mentira pública? Se nos dice que no es el momento oportuno para criticar el trabajo, que sería una provocación, que venderíamos margaritas a los cerdos. Veinte años atrás, los trabajadores podían haber cuestionado su trabajo en general. Hoy, simplemente porque no están desocupados, tienen que fingir satisfacción. Y los desocupados tienen que decir que están insatisfechos por el solo hecho de que no tienen trabajo. Así se disuelve la crítica del trabajo. El Desempleado Feliz se ríe de semejante chantaje.

Allí donde se perdió la ética del trabajo queda el miedo al paro como el mejor látigo para aumentar el servilismo. Un cierto Schmilinsky, consultor de empresas para la eliminación del absentismo, lo dijo de una manera perfectamente clara:

«El dueño de una caballeriza establece qué caballos irán al campo y qué caballos irán al matadero. Las empresas que quieren sobrevivir en el mundo de los negocios de hoy tienen que ser igualmente despiadadas cada tanto. Demasiada amabilidad puede significar el fin de una compañía. Aconsejo a mis clientes que actúen con puño de hierro dentro de un guante de terciopelo. En nuestra época, los trabajadores observan a su alrededor y ven por todas partes cómo se eliminan puestos de trabajo. Ninguno tiene ganas de producir una mala impresión. Las empresas tienden a utilizar este sentimiento de inseguridad, a fin de reducir notablemente las horas que se pierden por el absentismo.» (Der Spiegel, 32/1996)

En cambio, establecer un ambiente propicio para los Desempleados Felices ayudaría también a mejorar la situación de los que trabajan: su miedo a convertirse en parados disminuiría y el coraje para decir «no» podría expresarse más libremente. Quizá algún día la correlación de fuerzas volverá ser favorable a los trabajadores: «¿Qué? ¿Quieren controlarme durante mi baja por enfermedad? Si es así, prefiero unirme a los Desempleados Felices

El trabajo es una cuestión de supervivencia. Nada ni nadie lo puede negar. Es lo que dice sobre el asunto Bob Black, en los Estados Unidos:

«El trabajo es un crimen en serie, un genocidio. Directa o indirectamente, el trabajo matará a quien lea estas líneas. Según las estadísticas, en este país el trabajo mata entre 14 mil y 25 mil personas por año. Más de dos millones resultan mutiladas y entre 20 y 25 millones lesionadas. Y esto, sin contar a los 500 mil trabajadores que padecen enfermedades profesionales, ni los accidentes de tráfico yendo o viniendo del trabajo o, incluso, procurando no pensar en él… Sin contar tampoco a las víctimas de la contaminación, del alcoholismo o del consumo de drogas ligados al trabajo. Así, tendría que multiplicarse por seis el número de asesinados, simplemente para poder vender Big Mac’s y Cadillacs a los sobrevivientes.»

El zapatero o el carpintero se enorgullecían de su arte. Y hasta no hace mucho los trabajadores de los astilleros se emocionaban al ver zarpar el barco que habían construido. Esta sensación de ser útil a la comunidad ya no existe en el 95% de los trabajos. El sector «servicios» sólo emplea peones intercambiables atados a sus ordenadores, que no tienen ninguna razón para sentirse orgullosos. El sector «perro guardián», con sus policías, guardas jurados y técnicos en sistemas de alarma, es prácticamente el único que continúa creciendo, aunque su utilidad social es bastante limitada: vigilar lo que, sin ellos, podría ser gratuito. Inclusive un médico funciona cada vez más como representante/vendedor de las grandes corporaciones de medicamentos, los laboratorios farmacéuticos.

¿Quién es el que, hoy en día, puede decir que se siente útil a los demás? La cuestión ya no es: para qué sirve esta cosa, sino: cuánto se puede ganar con ella. El único objetivo de la producción es aumentar las ganancias de la empresa. En consecuencia, la única relación del trabajador con su trabajo es su salario.

El dinero es el problema

El paro existe justamente porque el dinero es la verdadera finalidad y no la utilidad social. El pleno empleo es la crisis económica, el paro es la salud del mercado. ¿Qué sucede cuando una empresa anuncia una oleada de despidos? Los accionistas saltan de alegría, los especuladores de la Bolsa elogian su estrategia de saneamiento, las acciones suben y el próximo balance dará cuenta de los beneficios así obtenidos. De esta manera, se puede decir que los parados crean más ganancias que sus ex colegas. Sería lógico, pues, recompensarlos por su contribución sin igual al crecimiento. Por el contrario, el parado no recibe ni un pimiento de esta riqueza que creó. El Desempleado Feliz quiere ser retribuido por su no-trabajo.

Podemos referirnos aquí a Kasimir Malévich, el valiente creador de Cuadrado negro sobre fondo blanco. En 1921, escribió en un libro que no fue publicado en Rusia hasta hace dos años (La pereza, verdadero fin de la humanidad):

«El dinero no es otra cosa que un pequeño fragmento de pereza. Cuanto más se tiene, tanto más se puede disfrutar de las delicias de ésta (…) El capitalismo organiza el trabajo de tal modo que el acceso a la pereza no es el mismo para todos. Sólo puede disfrutarla aquel que posee el capital. Así, la clase de los capitalistas se liberó de este trabajo del cual ahora toda la humanidad tiene que liberarse.»

Si el parado es infeliz, no es porque no tenga trabajo, sino porque no tiene dinero. De esta forma, ya no deberíamos hablar de «búsqueda de empleo», sino de «búsqueda de dinero», ni de «búsqueda activa de empleo», sino de «búsqueda activa de dinero». Las cosas serán entonces más claras. Como veremos a continuación, el Desempleado Feliz pretende llenar esta carencia con la búsqueda de recursos oscuros.

Calculad cuánto dinero destinan oficialmente «al paro» los contribuyentes y las empresas, y divididlo por el número de parados: entonces veríamos que el total representa mucho más que nuestros respectivos cheques mensuales. ¿No es verdad? Este dinero no es invertido principalmente para el bienestar de los parados, sino para su minucioso control mediante convocatorias sin objeto, supuestos programas de formación-inserción-perfeccionamiento que vienen de no se sabe dónde y que no llevan a ninguna parte, y seudotrabajos por seudosalarios, simplemente con el fin de bajar de manera artificial la tasa de paro. Simplemente, pues, para mantener la apariencia de una quimera económica.

Nuestra primera propuesta es aplicable de inmediato: poner fin a todas las medidas de control contra los parados, cerrar todas las oficinas de control policial, de estadísticas y de propaganda (ésta sería nuestra contribución a la reducción de los gastos públicos), y distribución automática e incondicional de los subsidios engrosados a partir de las sumas ahorradas de este modo.

El nuevo delirio conservador reprocha a los parados regodearse en la asistencia, vivir a costa del Estado, y patatín y patatán. Vale, pero como sabemos muy bien, el Estado todavía existe y además cobra impuestos. Por eso no vemos ninguna razón por la cual deberíamos renunciar a su apoyo. Pero no estamos obsesionados con el Estado. No tenemos ningún inconveniente en que la financiación provenga del sector privado, sea bajo la forma del sponsoring, de la adopción, de un impuesto sobre las ganancias del capital, o aún del chantaje. No tenemos ninguna preferencia.

Si el parado es también infeliz, es porque el trabajo es el único valor social que conoce. Ya que no teniendo nada que hacer, se odia a sí mismo. Ya no tiene contactos, porque el trabajo es con frecuencia la única posibilidad de relacionarse. Lo mismo vale para los jubilados. Pero la causa de esta miseria existencial es el trabajo y no el paro en sí mismo.

Incluso cuando no haga nada en especial, el Desempleado Feliz crea nuevos valores sociales. Entabla relaciones con un montón de personas simpáticas. Incluso se declara dispuesto a impartir cursos de resocialización para trabajadores despedidos. Ello es así porque todos los parados disponen de una cosa que no tiene ningún precio: tiempo. A esto lo podríamos llamar una suerte histórica: la posibilidad de vivir una vida plena de sentido, de alegría y de razón. Se puede definir nuestro objetivo como una reconquista del tiempo. Somos entonces de todo menos inactivos, mientras que a la «población activa» lo único que le queda es obedecer pasivamente los designios y las órdenes de sus superiores jerárquicos. Y es porque somos activos por lo que no tenemos tiempo para trabajar.

Jacques Mesrine -una vez enemigo público número uno del Estado francés y autor del libro Instinct de mort [1]– tomó cierto día esta decisión:

«Yo no quería que mi vida estuviese reglamentada de antemano o decidida por otros. Si a las seis de la mañana tenía ganas de hacer el amor, quería tener el tiempo de hacerlo sin mirar el reloj. Quería vivir sin horarios, porque con la medida del tiempo llegó la primera presión sobre la vida de los seres humanos. Las frases más frecuentes de la vida cotidiana resonaban en mi mente: ‘No tengo tiempo para…’, ‘llegar a tiempo’, ‘ganar tiempo’, ‘perder el tiempo’. Pero yo quería ‘tener tiempo para vivir’, y la única posibilidad de lograrlo era no convirtiéndome en esclavo del tiempo. Sabía cuán irracional era mi teoría y que con ella no se podía fundar una sociedad. Pero ¿qué tipo de sociedad es ésta, con sus bellos principios y sus leyes?»

El cementerio de la moral

Se nos ha dicho que el Desempleado Feliz es un desocupado sólo en el sentido que hoy día el uso común da a la palabra «trabajo», que es, en definitiva, el trabajo asalariado. Ante esto tenemos que responder expresamente que si el Desempleado Feliz no busca trabajo asalariado, tampoco busca trabajo como esclavo. Y sólo hay, que se sepa, dos tipos de trabajo: el trabajo esclavo y el trabajo asalariado. Por cierto, existen también estudiantes, artistas y otros que no pueden escribir dos líneas o dar una pincelada sin presumir de que están haciendo un «trabajo» importante. Inclusive los llamados autónomos [2] son incapaces de organizar un «seminario» anticapitalista sin llegar a «debates productivos» en grupos de «trabajo». Palabras miserables para pensamientos miserables.

No es de hoy que «trabajo» es una palabra cargada de desdicha. «Arbeit» (trabajo, en alemán) es una palabra originada probablemente en un término germano desaparecido que significaba «ser huérfano, ser un niño utilizado para una tarea corporal pesada», término él mismo proveniente del indoeuropeo «orbhos», huérfano. Hasta el alemán moderno, «arbeit» significaba «pena, tormento, actividad indigna» (en este sentido, pues, Desempleado Feliz es un pleonasmo). En las lenguas de origen latino, la cosa está todavía más clara, puesto que «trabajo», «travail», etc., vienen del latín «tripalium», un instrumento de tortura con tres pies que se aplicaba a los esclavos. Fue Lutero el primero que usó la palabra «Arbeit» como valor espiritual, predestinación del hombre en el mundo. He aquí la cita:

«El hombre nació para trabajar como el pájaro para volar.»

Se nos podría responder que este asunto de las palabras no tiene ninguna importancia. Pero el hecho de confundir «bebida» con «Coca-Cola», «cultura» con «Madonna» o, incluso, «actividad» con «trabajo», no dejaría de tener graves consecuencias.

Tan pronto como empezamos a usar la palabra «trabajo» o la frase «sin trabajo», nos enfrentamos a categorías morales. Este es cada vez más el caso. Basta abrir un periódico para darnos cuenta de esto:

«Según un experto social de Washington, ha habido un cambio en el equilibrio de poder entre dos diferentes filosofías, y ahora la escuela dominante de pensamiento considera que la pobreza es consecuencia de un defecto moral antes que de causas económicas.»

Como en los tiempos en que los curas veían su monopolio sobre las almas en peligro, la moral representa aquí el intento de llenar el abismo creciente entre la realidad y su imagen ideológica. Quien dice al parado: «Has pecado», espera de éste, o bien que haga penitencia, o bien que justifique su virtud. En los dos casos, habrá reconocido la existencia del pecado. Los intentos gimoteantes de algunos parados de provocar la piedad de este mundo no pueden tener otro resultado, en el mejor de los casos, que provocar la piedad. Sólo la risa sublime puede desconcertar en serio a la moral.

Está claro que Paul Lafargue [3], el autor de El derecho a la pereza, es uno de los inspiradores históricos de los Desempleados Felices:

«Los economistas no se cansan de repetir a los obreros: ¡trabajad, para aumentar la riqueza nacional! Y sin embargo, fue uno de éstos, Desttut de Tracy, quien dijo: ‘Las naciones pobres son aquellas en las que el pueblo vive feliz; en las naciones ricas el pueblo es normalmente pobre. Pero, ensordecidos e idiotizados por sus propios bramidos, los economistas continúan diciendo: ¡Trabajad, trabajad siempre para crear vuestro bienestar! (…) Trabajad para que, siendo cada vez más pobres, tengáis más razones para trabajar y para ser pobres’.»

Sin embargo, no hacemos nuestra la reivindicación de un derecho a la pereza. La pereza no es más que lo contrario de la diligencia. Allí donde no es reconocido el trabajo, tampoco la pereza lo es. No hay vicio sin virtud (y viceversa). Más allá de la época de Lafargue, está claro que el llamado «tiempo libre» concedido a los trabajadores es generalmente más aburrido aún que el trabajo mismo. ¿Quién querría vivir con la televisión, los juegos inter-pasivos y los viajes organizados por el club tal o cual? La cuestión no es pues simplemente, como aún podía creerlo Lafargue, reducir el tiempo de trabajo para aumentar el «tiempo libre». Dicho esto, nos solidarizamos plenamente con los trabajadores españoles, a los que se les ha querido prohibir la siesta con el pretexto de que había que adaptarse al mercado europeo, y que respondieron que, al contrario, era la Unión Europea la que tenía que adaptarse a «la Euro-Siesta».

Que quede claro: el Desempleado Feliz no apoya a los partidarios de la reducción del horario de trabajo, para quienes todo iría mejor si cada uno trabajara cinco, tres o dos horas por día. ¿Qué clase de desatino es éste? ¿Mirar el reloj mientras preparo un almuerzo para los amigos? ¿Acaso estoy pendiente del tiempo mientras escribo este maldito texto? ¿Calculamos el tiempo cuando hacemos el amor?

Pero el Desempleado Feliz no representa sin embargo una nueva utopía. Utopía quiere decir: «lugar que no existe». El utopista diseña al milímetro los planos de una construcción supuestamente ideal y espera que el mundo se acople a ellos. El Desempleado Feliz sería más bien un «topista»: arma y experimenta a partir de lugares y objetos que están al alcance de la mano. No elabora ningún sistema, sino que investiga todas las ocasiones y posibilidades para mejorar su entorno.

Un honrado corresponsal nos escribe:

«¿El Desempleado Feliz procura obtener el reconocimiento social a través de la financiación sin condiciones que lo acompaña, o bien busca subvertir el sistema mediante acciones ilegales como, por ejemplo, manipular los contadores de luz? La relación entre estas dos estrategias no parece verdaderamente lógica. Difícilmente puedo exigir aceptación social y al mismo tiempo promover la ilegalidad.»

Bien. El Desempleado Feliz no es un fanático de la ilegalidad. Es tal su afán de hacer el bien que incluso está dispuesto a hacerlo a través de medios legales. Además, los delitos de ayer son los derechos de hoy (piénsese por ejemplo en el derecho de huelga), y siempre pueden volver a ser delitos. Pero sobre todo buscamos el reconocimiento social. No nos dirigimos ni al Estado ni a los organismos oficiales, sino a todo el mundo.

Ya estamos escuchando aquí al coro de los teóricos de la lucha de clases:

«Todo esto no es más que una válvula de seguridad para el sistema, por la cual las capas proletarias sin trabajo ocupan un lugar ilusorio a fin de utilizar las funciones vitales que les quedan para atenuar las contradicciones del capitalismo. Los Desempleados Felices se divierten, y mientras tanto la burguesía extrae la plusvalía sin encontrar resistencia. ¡Traición! ¡Traición!»

Cada paso concreto, e incluso el simple hecho de respirar, puede ser denigrado como un intento de adaptación a este mundo (y de la posibilidad de respirar es de lo que aquí se trata). La crítica social más acerba no puede ser de gran ayuda mientras su conclusión práctica se limite a un wait and see [esperar y ver].

Sabemos bien que nuestro intento puede fracasar por diversos motivos. Por ejemplo, puede transformarse en un juego, en una broma sin consecuencias. La idea original podría ser también enterrada bajo toneladas de seriedad acartonada. También podría suceder que un grupo de Desempleados Felices tuviese tanto éxito que se hiciera famoso y se transformara en Hombres de Negocios Felices, sin ningún vínculo ya con su medio de origen. Son riesgos, pero no una fatalidad. Hemos dado el puntapié inicial: no depende más que de nosotros que el balón llegue a su meta.

De la ventaja de ser excluido

Existen hoy diversos movimientos e iniciativas contra las medidas de austeridad, contra el paro, contra el neoliberalismo, etc. Pero la cuestión es: ¿a favor de qué debemos pronunciarnos? En cualquier caso, no por el Estado-Providencia y el pleno empleo, que de todas maneras tienen tantas posibilidades de ser reintroducidos como la locomotora de vapor. Pero lo que nos espera bien podría ser mucho peor. No es inimaginable que se les conceda a los parados la posibilidad de cultivar sus legumbres y de improvisar sus relaciones sociales en los terrenos baldíos y los depósitos de materias fecales de la posmodernidad, vigilados a distancia por la policía electrónica y entregados a cualquier mafia, mientras que la minoría acomodada seguiría funcionando sin problemas. Los Desempleados Felices buscan una salida para escapar a esta terrorífica alternativa. Es una cuestión de principios.

Otra palabra contaminada por la propaganda es la de «exclusión». Los parados estarían excluidos de la sociedad, y las almas buenas abogarían por su reintegración. ¿Excluidos de qué, exactamente? Un humanista de la UNESCO dio la inequívoca respuesta durante la «cumbre social» de Copenhague:

«El primer paso para la integración consiste en dejarse explotar.»

¡Gracias por la invitación!

Hace tres siglos, los pordioseros alzaban la vista con envidia hacia el castillo del señor; con razón, se sentían excluidos de sus riquezas, de sus nobles placeres, de sus artistas de corte y de sus cortesanas. Pero hoy en día, ¿quién querría vivir como un ejecutivo estresado, quién tendría ganas de devanarse el cerebro con sus montones de cifras sin sentido, de besar a sus rubias secretarias, de beber su Bourdeaux adulterado, de reventar de su infarto? De buena gana nos excluimos de la abstracción dominante; es otra la clase de integración que buscamos.

En los países pobres, millones de personas viven al margen de los circuitos de la economía de mercado. Todos los días, los periódicos informan sobre la miseria del llamado «tercer mundo», una serie deprimente de guerras, dictaduras y epidemias. Sin embargo, no hay que perder de vista que, al lado de esta miseria (esencialmente importada), existe otra realidad: una vida social intensa, apoyada en tradiciones y costumbres precapitalistas, comparadas con las cuales las sociedades ricas parecen moribundas. En estos países, el trabajo del hombre blanco es despreciado «porque no se termina nunca», a diferencia, por ejemplo, de esos artesanos somalíes que gastan las ganancias de su actividad de golpe, en una gran fiesta anual. Se trata de una fórmula conocida: la aptitud de estas personas para la fiesta es inversamente proporcional al Producto Nacional Bruto per capita.

«Lo informal ha demostrado que la solidaridad es una forma auténtica de riqueza. Poner la pobreza en común con la esperanza de obtener la abundancia no es irrealista (…) Los pobres son mucho más ricos de lo que se dice y de lo que ellos mismos creen. La increíble alegría de vivir que sorprende a muchos observadores de los suburbios africanos es menos engañosa que las deprimentes evaluaciones objetivas de los aparatos estadísticos que no incluyen más que la versión occidental de la riqueza y la pobreza.» (Serge Latouche, La planete des naufragés).

Por supuesto, existe para el europeo el peligro de caer en un exotismo fácil. Sin embargo, basta con escuchar lo que dicen los inmigrantes mismos acerca de esta cuestión, ellos que conocen de primera mano los dos mundos, para convencerse de la ventaja que tiene el Sur pobre en materia de relaciones sociales. Oigamos al egipcio Albert Cossery:

«Tenía en ese momento el aspecto de quien carga con toda las penas de este mundo. Pero no era más que un estado que él se imponía cada tanto para creer en su dignidad. Porque El Kordi creía que la dignidad sólo era el patrimonio de la desdicha y la desesperación. Habían sido sus lecturas occidentales las que habían turbado su espíritu de tal modo.» (Mendiants et orgueilleux)

Los Desempleados Felices tienen mucho que aprender y desaprender del África y de otras culturas no-occidentales. Evidentemente, no se trata de imitar estas prácticas ancestrales, como los hippies de ayer, pero sí, sin pretender copiar el original, de encontrar ahí una refrescante fuente de inspiración, un poco a la manera en que Picasso y los dadaístas se inspiraron en su tiempo en el arte negro.

Daremos aquí un solo ejemplo. Hace algunos años, los sociólogos se interesaron por el modo de vida de los habitantes del Grand Yoff, uno de los arrabales más desheredados de Dakar. Comprobaron que los ingresos de una familia media de doce personas eran siete veces superiores a sus recursos oficiales. No es que esta gente haya encontrado la fórmula milagrosa para multiplicar los billetes de banco, sino que saben aumentar la eficacia de sus precarias finanzas organizando una circulación intensiva. Es imposible vivir en África sin pertenecer a una etnia, un clan, una familia extensa o un círculo de amigos. En el interior de cada una de estas redes, el dinero circula metódicamente mediante un sistema preciso, elaborado e imperativo de regalos, donativos, préstamos, reembolsos, inversiones y participación en distintas tontinas [4] El hecho de que todas estas posibilidades se acumulen en el seno de cada familia permite que éstas tengan acceso en cualquier momento a una suma de dinero sin relación con sus recursos oficiales. Pero incluso estos flujos monetarios no son más que un aspecto de la «economía de reciprocidad», la cual consiste en intercambios de servicios de reparación, mantenimiento e instalación, fabricación de zapatos y ropa, elaboración colectiva de comidas, trabajos en metal y madera, servicios de salud y educación, sin olvidar la organización de fiestas que mantienen la cohesión del grupo, aspectos todos éstos en los que el dinero no juega ningún papel. He aquí la razón por la cual es imposible medir el «nivel de vida» de estas poblaciones con los criterios e instrumentos de Occidente.

Imaginemos por un instante que este sistema se adopta aquí: un beneficiario del seguro de paro dispondría entonces de una cifra mensual siete veces superior, lo que ciertamente no resolvería todos los problemas, pero al menos serviría, entre otras cosas, para echarle chorizo a las judías blancas. Sin contar todas las cosas de las que se podría beneficiar y que el dinero no puede comprar. El problema clásico, cuánto dinero me hace falta para vivir bien, está mal planteado. Quien vive completamente solo, en un limbo asocial, jamás tendrá dinero suficiente para colmar su miseria existencial. Entre nosotros, los beneficiarios del seguro de desempleo tienen seguramente la gran desventaja de no poder apoyarse en ningún clan, en ninguna costumbre preexistente. Tenemos que partir de cero. Pero al mismo tiempo gozamos de una ventaja: que nuestras condiciones de vida no son (todavía) tan dramáticas y tan graves como en África.

Ante los Desempleados Felices se abre aquí un vasto campo de experimentación, lo que llamamos «la búsqueda de recursos oscuros».

Como ahora lo habréis quizá comprendido, nuestro ocio es ambicioso, teórico y práctico, serio y lúdico, local e internacional (¡sólo en Europa, ya hay más de 20 millones de Desempleados Felices virtuales!) Un día podréis decir con orgullo: yo estuve ahí desde el principio.

Berlín, 1996


Notas

  1. Jacques Mesrine, nacido en Clichy, Francia, en 1936, asaltó bancos y otras sedes del Gran Dinero, y fue protagonista de fugas legendarias. La policía francesa lo abatió de 21 disparos en Port de Clignancourt, París, el 2 de noviembre de 1979 (N. del T. esp.)
  2. Militantes radicales alemanes (N. del T. port.).
  3. Paul Lafargue, 1841-1911, yerno de Marx, casado con su hija Laura. Ambos se suicidaron juntos. (N. del T. esp.)
  4. Tontina: de Lorenzo Tonti, banquero italiano del siglo XVII, inventor de esta clase de operaciones. Consiste en poner un fondo varias personas para repartirlo en un momento dado, con sus intereses, entre los asociados que han sobrevivido y que siguen perteneciendo a la agrupación (N. del T. esp.)

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